Nunca Jamás
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Nunca Jamás
QueriDamaris Pan:
Podría decirte que quien escribe esta carta es uno de los Niños Perdidos, uno de los muchos Niños Perdidos que hay en el mundo, pero no es así. No soy un niño, aunque sí me siento perdido.
En realidad, soy un adulto niño, es decir, un tipo con muchos años a cuestas pero que, por alguna razón, aún se siente un niño, sí, uno de esos Niños Perdidos que conoces. Ya sabes a qué me refiero.
A pesar de los años y las obras leídas, de las décadas y las teorías, de lo que he vivido o me ha vivido, sigo tan estupefacto de estar aquí como si acabara de llegar a una isla sin Viernes, sin eco y de pie en medio de una silente multitud que no acabo de entender.
¿Es ésta la tierra de Nunca Jamás que imaginó James Matthew Barrie en su obra? ¿Soy un niño hecho de madera al que le crece la nariz cuando miente, como el Pinocchio de Carlo Collodi? ¿O soy una Alicia que no sabe cómo conducirse en un país despojado de sus maravillas?
¿Y quién eres tú, Damaris, que hoy cumples poco más de veinte años? Tu nombre se menciona en el Nuevo Testamento –Hechos de los Apóstoles, 17/34-, aunque la chica que conozco no es precisamente una ateniense del año 50. ¿Cuál de las dos eres tú?
Te he visto hablar con pasión y lucidez de este o aquel tema, atropellando las palabras, tratando de decir más de lo que tu boca puede articular. He notado cómo dejas mucho en el tintero de tus labios porque no encuentras la manera de formular en el discurso verbal todo lo que bulle en el caldero del pensamiento.
He tratado de adivinar, sin mirarte, qué piensas de algunos poemas, de algunos autores y artistas que a lo largo del tiempo han pasado frente a nosotros. Sé que te han ahogado los poemas de Miguel Hernández. Sé que otros versos, algunos cuentos, novelas y dramas han dejado una contraseña en ti, pero no acierto a comprender algo que varias personas y tú misma me han dicho.
¿Que me admiras, Damaris? Sin el antifaz de una falsa modestia debo preguntarte: ¿por qué me admiras? ¿Hay algo en mí que sea admirable? En verdad no lo creo.
Aprendo contigo, aprendo con ustedes. ¿Qué podría enseñarte que no pudieses encontrar fácilmente en Internet y en otros medios? Cuando estoy contigo, con ustedes, sólo entrego inmaterialidades, evanescencias, sospechas, dudas. De nada estoy plenamente seguro, salvo de mi neurótico amor por el arte.
¿Crees que eso es admirable? Navego, Damaris, sólo paso ante ti como una aparición que un día se perderá en la Isla de los Muertos o en la tierra de Nunca Jamás, si tengo suerte. Soy un lento aprendiz de carpintero. No soy digno de tu admiración. No merezco la admiración de nadie. ¿Es que no adviertes que soy demasiado imperfecto, ignorante y falible, tan falible como las ciencias exactas?
Ya querría saber volar, como Peter Pan. Ya querría tener una pequeña hada junto a mí para que me dijese de qué está hecha el alma, cómo se reconstituye una figurita de porcelana que un despistado logró estrellar contra la pared, cuál es el método para olvidar algún dolor, por qué brillan las luciérnagas y las lágrimas, cuánto mide la infancia, por qué el insomnio alarga su sombra hasta el otro lado del mapa, qué atajos del azar pudieron dar origen a lo que soy y muchas, muchas cosas más.
Debes de estar extraviada en un sueño, Damaris. Un sueño que ha durado poco más de veinte años. Pero no te preocupes: siempre hay una forma de salir del sueño.
Aunque, bien pensado, ¿de verdad quieres salir de él? Te lo pregunto porque cuando escapas de un sueño siempre entras en otro. Y cuando sales de éste penetras en otro y luego en otro, hasta que, al final, no hay más remedio que caer en el más denso de todos los sueños: ése que llamamos la realidad.
La poesía puede arraigarnos en esa realidad, pero también puede convertirnos en súper héroes, si queremos.
Si estás soñando, despierta como lo que ya eres: una Chica Nocturna y fascinante, la estrella protagónica de tu propia vida a la que fueron otorgados muchos dones.
No tienes que admirar en otros lo que tú recibiste naturalmente, como la tierra cuando acoge una abundante lluvia. Puedes reconocer, quizá, los atributos de algunos de tus semejantes, pero ¿admirarlos? Estás soñando la humildad, Damaris. Y quizá debo entender que se trata de un buen sueño.
Pero no habrá un Capitán Garfio que pueda derribarte porque, aunque Peter Pan se despidiera alguna vez de ti, él te habría dejado la estela de su presencia mágica, y esa estela permanecerá adherida a la piel de tu corazón hasta que alcances el sueño definitivo. Entonces, no habrá más Niños Perdidos, ni crueldad, ni maledicencia, ni opresión, ni subliminal malentendido. Habrás alcanzado la verdadera tierra de Nunca Jamás, acaso la plena Vacuidad o el Paraíso que nos fue arrebatado por la ancestral insidia.
Nada hay más onírico que la realidad, feérica Damaris. Desde el sueño de esa realidad ilusoria, te abraza con ternura este Niño Perdido que ya no es niño pero que está perdido, aunque sigue luchando contra las sombras que proyectan algunos de sus semejantes y, ay, contra la suya misma.
Recibe mi abrazo fantasmagórico.
Javier Treviño Castro