Nuestros espacios, nuestras ciudades. Nuestra mirada

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Nuestros espacios, nuestras ciudades. Nuestra mirada

La mañana del sábado y un profundo silencio, únicamente roto por el lejano canto de un pájaro que ha decidido no marchar al sur. Alegra con sus notas el soleado día, y va de rama en rama coloreando el paisaje y ganando la atención de los felinos.

Benito Pérez Galdós explica en “Fortunata y Jacinta” que una de sus protagonistas, Barbarita, no desea salir de su barrio porque en él encuentra sonidos y aromas que son la vida misma de la ciudad en que está situada la novela, Madrid.

“Tan apegada era la buena señora al terruño de su arrabal nativo, que para ella no vivía en Madrid quien no oyera por las mañanas el ruido cóncavo de las cubas de los aguadores en la fuente de Pontejos; quien no sintiera por mañana y tarde la batahola que arman los coches correos; quien no recibiera a todas horas el hálito tenderil de la calle de Postas, y no escuchara por Navidad los zambombazos y panderetazos de la plazuela de Santa Cruz; quien no oyera las campanadas del reloj de la Casa de Correos tan claras como si estuvieran dentro de la casa (…)”.*

Nacido en el mismo siglo que Pérez Galdós, en una sociedad que caminaba bajo los efectos del llamado progreso, O´Henry, norteamericano, hará también su propio salmo a la ciudad, de manera muy particular en el cuento “Cómo Nace un Neoyorkino”, de su libro “Cuentos de Nueva York”. **

Nos presenta O´Henry a su personaje Raggles, un filósofo, un artista, un viajero, un naturalista y un descubridor. Pero ante todo, un poeta que gustaba de hacer sonetos de las ciudades. Comparó a Pittsburgh como “una dama regia y generosa: fea, cordial, de rostro sonrojado, que lavaba platos en traje de seda y chinelas de cabritilla blanco (…)”, mientras que Boston “se le presentaba de forma extravagante y singular”. Un paño blanco y helado que se ciñe en la frente y lo impulsa hacia lo desconocido. “Y después de todo, concluía por palear la nieve para ganarse la vida”.

Pues bien, Raggles decide introducirse en Manhattan. Desde el centro de la Gran Manzana percibía una ciudad “fría, brillante, serena e imposible como el diamante de cuatro quilates que un enamorado ve en un escaparate mientras, con desalentada mano, busca su sueldo en el bolsillo”. Se quejaba de que ninguna voz le habló, ni ningún ojo volteó a verlo. Va observando personajes que no le hacen el menor caso, pero cuando un súbito accidente lo coloca en el pavimento, son esos personajes quienes con su dulce aroma, su prestancia, sus miradas azules, le auxilian. Termina el cuento cuando al escuchar hablar mal de Nueva York, en el hospital al cual es trasladado, golpea al hablador y a la petición de explicación por aquello, contesta: “Este hombre estaba hablando mal de mi ciudad”. “¿Qué ciudad?, preguntó la enfermera?”. “Nueva York”.

Ambos escritores, el uno en España, el otro desde Estados Unidos, ofrecen en estas historias el mundo referencial en que están situadas. Incluso, en el caso de O’Henry en este cuento, es su razón de ser.

La fascinación que nos producen nuestras ciudades propicia las perspectivas que cada uno de sus habitantes le dote. Si un atardecer, si la dorada mañana o el hielo cubriendo el horizonte.

Así, el silencio en una mañana de sábado para unos puede ser el representativo en su parte de realidad; lo mismo que el tañer de las campanas a ciertas horas del día en alguno de los barrios. El movimiento continuo de los autos, el canturrear de las aves, el melancólico sonido del tren. La luz sobre las redondas naranjas en invierno y la perenne hoja verde de los helechos. Las sombras sobre el ladrillo en la ciudad. El aullar de los perros y el maullido y ronroneo de los gatos.

Nuestros espacios; nuestra ciudad. Nuestras propias miradas.

 

Referencias: *“Fortunata y Jacinta”, Benito Pérez Galdós, Edición de Francisco Caudet. Tercera edición, Cátedra Letras Hispánicas, 1992, Madrid. / **”Cuentos de Nueva York”, 0´Henry, Traducción de León Mirlas, Espasa Relecturas, 2005, Madrid.