Notas sueltas sobre Rulfo, el fantasma innumerable

Usted está aquí

Notas sueltas sobre Rulfo, el fantasma innumerable

Además de la literatura, la fotografía fue otra de las pasiones de Juan Rulfo. / Archivo
Hoy se cumplen 30 años la muerte del creador de Pedro Páramo, nuestro colaborador Javier Treviño nos escribe sobre su herencia viva

“¿Cuáles son las raíces que prenden, qué ramas
Se extienden en estos pétreos escombros? Hijo de hombre,
No lo puedes decir, ni adivinar, pues sólo conoces
Un manojo de imágenes rotas en las que el sol golpea,
Y el árbol muerto no cobija, ni consuela el grillo
Ni mana el agua de la piedra seca…”

T. S. Eliot, en ‘La tierra baldía’

En el ámbito de la literatura es frecuente hablar de “la sinceridad”, de “la autenticidad” y de cosas así cuando, por un lado, queremos referirnos al poder seductor de un artista, o cuando lo etiquetamos de “realista”, por otro. “Qué sincero” o “qué auténtico” nos parece el colmo del elogio artístico, pasando por alto que estas categorías son mucho menos estéticas que morales. El arte es, justamente, eso: un artificio. No espero sinceridad de un artista: espero eficiencia y talento contemporáneos. 

Suponemos que por ser “realista” el autor es ya “auténtico”, “sincero” y grandioso. Cualquiera que retrate “la realidad” puede ser Balzac, Flaubert, Courbet o Millet. No es así, por fortuna. Los cuentos y la novela de Juan Rulfo (1917-1986) no son “realistas” en el sentido decimonónico del término, ni son “sinceros” en el sentido sentimentaloide de la palabra.

“El llano en llamas” (1953) y “Pedro Páramo” (1955) son libros que heredan una doble tradición: la de la narrativa de la revolución mexicana y la de la novela europea y estadounidense escrita por autores que, hacia la primera mitad del siglo pasado, renovarían definitivamente la manera de contar historias: Joyce, Proust, Kafka, Musil, Broch, Svevo, Woolf, Faulkner y otros.

Cuando leemos estas obras de Rulfo vivimos la ilusión de que así hablan los personajes en la realidad real. ¿Hablan así los hombres y las mujeres que protagonizan “¡Diles que no me maten!”, “El Hombre”, “Luvina”, “No oyes ladrar los perros” o “Pedro Páramo”? Sí, pero quienes hablan –¿también el narrador?- son entes de ficción, personajes literarios. 

En “la vida real” los seres humanos de carne y hueso hablan de otra manera. Rulfo ha sabido re-inventar un idioma gracias a su genio. El castellano mexica se ha convertido en español rulfiano: una lengua que todos aquí podemos comprender pero no utilizar sin correr el riesgo de ser tachados de usurpadores.

“¿De modo que ora que vengo a decirle lo que sé yo salgo encubridor? Pos ora sí. ¿Y dice usted que me va a meter en la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que yo fuera el que mató a la familia esa. Yo sólo vengo a decirle que allí en un charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ora sí.”

Estas son las palabras del sorpresivo personaje que termina por develar la trama del cuento “El hombre” en “El llano en llamas”. Reto mayor para cualquiera que lea este texto en voz alta o para un actor, pues como es sabido, nada hay más arduo que la sencillez, la difícil sencillez. En sus dos famosos libros -y en “El gallo de oro”- Juan Rulfo alcanza esa depurada sintaxis, esa apariencia de realidad indiscutible, pero también sabemos que o un estilo se trabaja siguiendo una cotidiana y exigente disciplina o simplemente “el hombre es el estilo”. Rulfo era un estilo, es un estilo. La frase que Flaubert pronunció refiriéndose a Madame Bovary, su entrañable personaje, pudo decirla nuestro mexicano sin ningún menoscabo respecto de todo lo que escribió: “Mi obra soy yo”.

Pero ¿hablan así los mexicanos, como ese personaje inculpado que acabamos de escuchar? ¿Hablamos así los mexicanos? Depende de la región. Rulfo era jaliciense. Nació en Sayula, en 1917, en un momento de gran efervescencia política en México y en el mundo. Aunque se supone que en nuestro país la lengua nacional es el español, el habla de los norteños, por ejemplo, o el de los nacidos en las costas es diferente. Al margen de los innumerables estudios que se han hecho al respecto, qué extraño enigma este asunto del habla. ¿Cuál es el vocabulario de un hombre como el que discurre en este cuento? ¿Qué entonación imprimir a sus frases? Y ¿cómo hacerlo sin meterse en su piel, su orbe, sus circunstancias, su entorno? ¿Quién habla y quien narra en “Talpa”, “Macario, “Anacleto Morones”? ¿Quién y cómo?

Este es uno de los misterios de la literatura, especialmente de la literatura dramática. ¿Cómo “debe” hablar un personaje hecho de palabras? En el caso de la narración, ¿cómo es que nuestro escritor logra crear una ilusión auditiva, por así llamarla, que resuena en nosotros como la propia de un hombre de estas características? No tenemos que ver las hermosas fotografías de Rulfo, ni la pintura, ni la gráfica de la época; no es necesario saber qué fue la Escuela Mexicana de Pintura, tampoco ser un especialista en Historia de México. Leer a Rulfo es entrar en un mundo. Ese mundo que se llama México pero podría llamarse de otra manera. Comala, por ejemplo, o San Gabriel.

Ignoro cómo sea leído Rulfo en sueco o en noruego; no sé cómo sea allá interpretado o decodificado, para utilizar un vocablo pedante. Cito estas lenguas porque el mismo Rulfo era un gran conocedor y admirador de las literaturas nórdicas. Alguien decía que podía citar autores, obras y fragmentos de obras de escritores escandinavos que casi nadie conocía en México. Pero dudo que en otros idiomas las palabras de Rulfo tengan la radical, terrestre y al mismo tiempo aérea resonancia que en mexicano. ¿No sucede lo mismo con “La Eneida”, “La Divina Comedia” o los romances medievales?

Y sobreviene lo inevitable: la identidad y la pertenencia. Aquí llegan imágenes recientes de hombres que llevan grandes sombreros sobre la cabeza o entre las manos toscas, de mujeres que utilizan rebozos de verdad para cargar a sus hijos pequeños, de niños que corretean tras un autobús en marcha. Un perro famélico. Unos magueyes. Jacales muy pequeños y cerros. Más allá montañas azules. No son paisajes de artista folklórico: es México, aún es México. De Zacatecas para abajo, México es muchos otros; hacia arriba están el desierto primero y después el imperio al que todos parecen aspirar. Rulfo es Comala y Comala es un fantasma innumerable. Cada uno de ellos conforma la huidiza identidad mexicana y constituye el tejido al que nos adherimos en nuestro afán por pertenecer a un cuerpo unitario.

Rondan la muerte y la desolación en Comala, México. Murmullos de una vida extinta. Algo ocurrió antes, un antes que de tan remoto parece leyenda y mitología. Se escuchan cantos funerarios a lo lejos. ¿Qué México es ése? “Este jardín es tuyo. Cuídalo”, escucho a Malcolm Lowry susurrar bajo el volcán. Pero no es Lowry quien habla. ¿Es Miguel Páramo, que no sabe que ha muerto y sigue cabalgando? Páramo: tierra yerma, baldía.

¿Qué murmullos son estos? ¿De dónde vienen? ¿Quién los profiere? Como un rosario de frases se repiten en las escasas calles de un pueblo fantasma. Quienes hablan cuentan sus infortunios y los de otros como lo haría un coro trágico pero sin retórica clásica. ¿Quienes hablan cantan, se lamentan, lloran su larga muerte o dicen trivialidades? Crímenes, amasiatos, adulterios, injusticias, noviazgos abortados, traiciones, deudas, miseria, hambre: la vida de los seres humanos, la condición humana.

Las antiguas deidades fueron sepultadas desde hace siglos, pero su hálito parece brillar en la noche de un pueblo que ya no existe. ¿Cuándo sucedió todo lo que Rulfo nos cuenta en sus libros? ¿Fue una invención de su tío Celerino, como él mismo dijo alguna vez? ¿Quién fue Susana San Juan? ¿Quién Pedro Páramo, ese personaje odioso y seductor? ¿Todos somos Juan Preciado en busca de su origen? Esa puede ser una parte de nuestra identidad: la retahíla de preguntas que Rulfo deja en nosotros mientras lo leemos. Y siempre lo hacemos. “Mitos individuales y mitos colectivos: mitos del mexicano y mitos propios a Juan Rulfo”: eso nos hizo reconocer José de la Colina. (http://www.revistadelauniversidad.unam.mx. 6-I-16).

En su célebre y ya clásica antología “El cuento hispanoamericano”, el crítico estadounidense Seymour Menton ubica a “¡Diles que no me maten!” en una corriente a la que llamó, en los años 60, “cosmopolitismo” –en la que incluye surrealismo, cubismo, realismo mágico y existencialismo-: no sé si ésta es otra arbitrariedad de la academia, pero sé que el propio Gabriel García Márquez reconoció siempre que Rulfo fue el verdadero creador de lo que en la trampa del “boom latinoamericano” muchos llamaron “realismo mágico”. Cuestión de etiquetas. Pero ya sabemos que autores de la estatura de Juan Rulfo escaparán siempre de tales clasificaciones. 

PARA RECORDAR
> Su nombre real es Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. 
> Trabajó 23 años en el Instituto Nacional Indigenista tratando de ser útil a los indígenas de México.
> Así que la Comala a que se refiere Rulfo podría ser algún pueblo del sur de Jalisco como Tuxcacuesco o Apango. 
> Estudió en el Seminario Conciliar de San José en Guadalajara algo que Rulfo no quiso divulgar. 
> Su cuento Luvina es el antecedente de Pedro Páramo.
> Luvina es una población indígena de la sierra Juárez de Oaxaca.