Nostalgia por el ayer
Usted está aquí
Nostalgia por el ayer
Mi madre Virginia Martínez-Juárez dormía la siesta y había silencio. Había alboroto en las comidas y en la sobremesa se escuchaba disertar a los mayores, a los padres. En aquel entonces se dormía placenteramente y se levantaba uno con buena cara. Sí, se había descansado. Se había dormido y el sueño era reparador. En aquel entonces Saltillo era una buena ciudad para vivir. Las estaciones del año era puntuales y aún no asomaba en la jerga diaria unas palabras y denominación tan amorfa como peligrosa: “calentamiento global.” Eran otros tiempos, todas las horas mejores a éstas.
Había alboroto en las comidas y silencio al momento en que mi madre tomaba la siesta. En aquellos días Saltillo, mi ciudad, la ciudad de mis progenitores, la recorría a pie casi todo el tiempo y de la palma de mi padre, José Cedillo Rivera. Hoy lo sigo haciendo, aunque ha cambiado el decorado: el riesgo de morir bajo las llantas humeantes de un auto o combi desbocada es un peligro a la mano y latente. Soleado el día, fresca la noche. El clásico clima del desierto o semidesierto. La terminología es para eruditos; no para nativos, transeúntes o viajeros insomnes como yo. Las estaciones eran cuatro y definidas. Las montañas de este Valle las sabían al dedillo y en primavera se preñaban de un brote verdoso ganándole la partida a la sequedad de la tierra. En verano y su fiera canícula, los cerros se transformaban en motas picantes ya rejuvenecidas por el vapor, el calor estival y las aguas tempraneras.
En el desierto, el clima benigno u hostil juega un papel fundamental en nuestra vida cotidiana. Los poetas como Juan Rulfo lo saben, por ello dejó escrito en sus dos obras perfectas e invulnerables (“Pedro Páramo” y “El llano en llamas”), una huella de ese hálito intangible y paradójicamente, eterno. Juan Preciado llega a Comala “cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el calor de las saponarias”. Este aire está preñado de desconsuelo, obliga a desatar las bajas pasiones y se entrega uno a las libaciones de generosos vasos de cerveza fría. El vapor es pegajoso y se anuda entre las piernas y muslos de las mujeres en flor. Ya tarde, baja de la sierra de Zapalinamé, como bestia agazapada, la cual se esconde aún temeroso en plazas y almenas, recovecos y pretiles volados; un viento fresco, apenas el mínimo para abrir ventanas y canceles y dormitar un tanto aturdido mientras el otoño llaga y nos hace revivir. Saltillo ha cambiado, el clima ha cambiado, nosotros ya no somos los mismos. Hubo una vez en que el aire de Saltillo era transparente, limpio, fresco.
Esquina-bajan
El viento templaba el carácter de los hombres y era bueno para la labranza, los frutos de la tierra y para la salud de los nativos. Cuenta el cronista, el bachiller Pedro Fuentes (1792), de días en los cuales “Saltillo… (Tenía) un delicioso jardín, no sólo de flores exquisitas y varias, ni sólo de legumbres y muchas y delicadas, sino de hermosas plantas que no sólo alegran con su vista, sino que también regalan con su fruto… (Todos) estaban con paz bajo de un gobierno el que repartía con equidad las tierras y aguas de la jurisdicción, estimulando a los labradores a la asistencia, continuación y cuidado de sus labranzas; haciendo lo mismo con las gentes de oficios: zapateros, sastres, herreros, carpinteros…”.
Mi padre era sastre de oficio. Oficio alto y de rancia prosapia. Sólo hay que leer “Deuteronomio” y “Números”, y claro, “Levítico”, para darnos cuenta de cómo Jehová, el más alto, mandó precisas órdenes para que le confeccionaran su tabernáculo, montado éste con lino, cortinas, lienza y pedrería, todo hecho a la medida y orden. En aquel tiempo Saltillo era una buena ciudad para vivir y las estaciones del año llegaban puntuales a tocar la puerta de los nativos de este Valle, el cual hoy, se ha convertido en un caos y hervidero bíblico.
Los principales númenes jugaban del lado terreno. Abundantes cosechas daban cuenta del perón, la manzana, el membrillo, el tejocote, el durazno. Los naipes se barajaban y siempre caían del lado ganador. En aquellos días de sol y sombra, los edificios y calles de Saltillo eran asombro de viajeros y aristas, Edward Hopper lo dejó en varios lienzos para la eternidad. Eran otros tiempos, mejores días. Siempre han sido mejores tiempos y mejores días a éstos: miserables, ruines y obcecados, los cuales habitamos.