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Normalizar la excepción

La semana pasada la Comisión de Gobernación de la Cámara de Diputados dictaminó a favor un proyecto de ley que establece los procedimientos para suspender y restringir los derechos y garantías en México. 

Según el proyecto, el Congreso, o en su defecto la Comisión Permanente, debe resolver la petición de suspensión o restricción de derechos que haga el Presidente en un máximo de 48 horas. Una vez aprobada, surte efectos mientras su constitucionalidad es revisada por la Suprema Corte de Justicia de oficio. Sin duda, en situaciones de emergencia, el Estado debe poder actuar rápidamente. Ello implica, en ocasiones, limitar ciertos derechos y dotar al Ejecutivo poderes extraordinarios. Pero los estados de emergencia, por definición, atentan contra la médula constitucional: los derechos fundamentales y la división de poderes. Por ello es indispensable prever con cuidado las reglas que aseguren que esas restricciones sean acotadas y fáciles de revertir. El dictamen aprobado deja mucho que desear y resulta alarmante por estar de por medio el ejercicio de nuestros derechos. 

Los frenos y contrapesos que plantea el proyecto son irrisorios, casi simulación. Por ejemplo, para declarar inconstitucional el decreto de suspensión, la Suprema Corte debe reunir ocho votos en contra. En otras palabras, con sólo cuatro votos a favor el decreto subsiste. Esto implica que existe una presunción de constitucionalidad a favor de la suspensión. No se trata así de un contrapeso real, pues de serlo la presunción iría en contra de la constitucionalidad y se exigiría la supermayoría de ocho votos a la declaratoria de constitucionalidad. 

El otro contrapeso, de control parlamentario, se limita a recibir informes sobre las medidas adoptadas y su aplicación “por lo menos cada 30 días”, como si un informe mensual fuera suficiente para documentar y supervisar lo que realicen nuestros militares o policías durante la emergencia. El Congreso no tendrá facultades para supervisar o investigar. Tampoco se crea un cuerpo específico para dar seguimiento a las acciones del Ejecutivo durante la emergencia. El control se limita a la información que recibirá el Congreso y que el Ejecutivo quiera proporcionar. 

La ley, además, no establece un tiempo máximo de duración para la suspensión y permite su prórroga —y modificación de los alcances—, aun antes de concluir el periodo original. Mala idea. Pedirle al Congreso que extienda los poderes extraordinarios del Ejecutivo mientras éste goza de poderes extraordinarios es riesgoso. La experiencia internacional alerta que las excepciones tienden a prolongarse, normalizando lo que pretendía ser excepcional. Colombia, por ejemplo, vivió 17 años de estado de excepción entre 1970 y 1991. Durante en ese periodo se impusieron restricciones graves como el uso de la justicia militar para juzgar a civiles. Sin embargo, como señala Mauricio García Villegas, ello no sirvió para disminuir la violencia, aunque sí para diluir la línea entre lo legal y lo ilegal. 

Existen mejores modelos de suspensión de garantías que no implican el riesgo de normalizar la excepción. Bruce Ackerman propuso un modelo de supermayorías escalonadas para evitar esto. Si el Congreso no está reunido, una suspensión puede aprobarse por la Comisión Permanente pero sólo mientras el pleno se reúne. Luego debe votarse en el pleno. Ninguna medida podría durar más de dos meses. Si se requiere su ampliación, el Ejecutivo debe regresar al Congreso y obtener, cada vez, mayorías crecientes para cada periodo de dos meses: 60% de los votos para la primera renovación de dos meses, 70% para siguiente y 80% de la votación del Congreso en adelante. Ciertamente necesitamos reglas para hacer frente a las crisis, pero ellas no deben normalizar la excepción. 
@cataperezcorrea