Nombres, nombres

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Nombres, nombres

En cierto bar un individuo le preguntó a una chica:

-¿Cómo te llamas?

-Mil pesos –respondió ella.

Ése no es nombre cristiano, digo yo. Antes se usaba ponerles a los niños el nombre del santo del día en que nacieron. Ese uso tenía parecido con la costumbre de los indígenas del sur de México, que añadían al nombre de la criatura el de su animal totémico. Cuando nacía el niño, o la niña, el padre salía de su choza y buscaba huellas en la tierra. Las primeras que hallaba eran las del animal que serviría de espíritu protector al recién nacido. Así, había quien se llamaba Juan Coyote, Petra Venado, etcétera. Francisco Rojas González, eminente antropólogo y amenísimo escritor, decía haber conocido a un indito que se llamaba Damián Becicleta, pues las primeras huellas que encontró su padre fueron las de una bicicleta.

Con la misma o peor suerte corrían las criaturas cuando eran bautizadas con el nombre del santo de su día. Unos sacaban Domitilo o Prócoro; a otras les tocaba en suerte Cenobia o Petronila. Generalmente los pobres infelices a quienes sus padres fulminaban con aquellos nombres morían a muy tierna edad, pues no soportaban la desgracia de llamarse así. ¿Quién puede ir por la vida llamándose Nepomuceno, Fulberto, Emerenciana, Proterio, Pretextata o Sisebuto?

Ahora las costumbres son distintas. No sé si sean mejores o peores, pero son distintas. El otro día cayó en mis manos una hojita con los nombres de niños y niñas que iban a hacer su primera comunión. Bajo solemne juramento y protesta de decir verdad voy a poner aquí los nombres de algunas de esas criaturas (no sus apellidos, pues debo proteger a los inocentes):

Analjí.

Britthanny.

Axeluza.

Litzi.

Sahlia.

Linett.

Yairet.

Jostein.

Nethzel.

Yannik.

Eybragan.

A más de su rareza, casi todos esos nombres presentan el inconveniente de no admitir diminutivo. Ni modo de decirle al niño: “Ven acá, Eybraganito”, o preguntarle a la niña: “¿Cómo has estado Britthannyita?”. Hubo un tiempo en que el nacionalismo de moda llevó a muchos papás mexicanos a ponerles a sus hijos nombres de nuestros antepasados aborígenes. Esos apelativos, si bien de fonética y ortografía complicadas, pueden en alguna manera hacerse diminutivos. He narrado aquí mismo que tuve unos amiguitos –tres niños y una niña, hermanos entre sí– que se llamaban Cuitláhuac, Cuauhtémoc, Moctezuma y Xóchitl. Iba a jugar con ellos, y salíamos a la calle, que era donde jugábamos los niños en aquellos tiempos. A la hora de la merienda aparecía su mamá en la puerta y gritaba con voz que habría envidiado Ernestina Schumann-Heink, la más potente contralto wagneriana del pasado siglo:

-¡Cuicui!... ¡Cuacua!... ¡Muma!... ¡Chochi!...

Seguidamente añadía en voz menos fuerte, como por no dejar:

-Y el otro.

El otro era yo. De lo cual concluyo que uno puede llamarse como sea.