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Nochebuena

Ilustración: Vanguardia/Esmirna Barrera
Hoy es una de las fiestas familiares más favorecidas por los mexicanos. De alguna manera se ha impuesto entre las celebraciones que tienen implicaciones mágicas, religiosas, populares y generales. No siempre fue así. Todavía recuerdo que en Comitán, Chiapas, la figura del Santoclós era desconocida, tanto que una comadre que llevó a sus tres hijos a ver a un señor disfrazado tuvo que renunciar a que se fotografiaran con él porque le tenían miedo. De hecho, aun la comadre no le daba el nombre impuesto, sino que exhortaba a los niños a que abrazaran “al viejito”, cosa que no consiguió.
 
Del Santoclós todavía se conserva el recuerdo de su rechazo por varios obispos franceses tras la Segunda Gran Guerra. Declararon que esa figura era una tergiversación de la fiesta porque suplantaba al verdadero protagonista que, obviamente, era el Niño Dios y si acaso sus padres María y José. Su argumento teológico contra Santoclós era sencillo: es un ser que nunca existió, que ahora nos imponen los triunfadores de la guerra (los gringos), un monigote que busca hacer que las familias empobrecidas, tras el conflicto militar que acababa de pasar, gasten dinero en regalos y comidas (otra vez) muy gringas, como el pavo. Un obispo francés llevó la polémica hasta hacer quemar la efigie del “viejito” en el atrio de su catedral reuniendo para la ceremonia a escolares de escuelas católicas que gritaron enardecidas condenas contra el invasor.
 
Algo que todavía ignoro, entre mil cosas más, es el apelativo “Santa”, porque, bien visto, el Santoclós es varón, o así lo parece, y llamarle como si fuese una señora, al menos para un mexicano, es una confusión. En efecto, si esto no se explica, tendríamos el primer caso aceptado por gobernantes, iglesias, ateos y demás, de un caso de transgénero antes de cualquier discusión. Es decir que, sin escándalos, se nos impuso un hombre de doble sexo (esto, dicho sin la menor malicia de mi parte).
 
Todavía recuerdo que en los distintos barrios en que me tocó vivir con mis padres y hermanos, la Nochebuena era precedida por nueve posadas que celebraban las señoras del vecindario: una en cada casa: tamales, enchiladas, piñatas, colaciones, cacahuates y buñuelos: el estómago era el único enemigo a vencer, pero los niños éramos incapaces de pensar en cosas como la futura diabetes o la gordura.
 
La misa de Navidad, para ser coherentes, debía tener lugar a medianoche, pues era el momento en que Jesús debió nacer en el establo de Belén rodeado por sus padres, los ángeles cantando, unos pastorcillos y una mula y un buey.
Celebro la fiesta de Navidad que nos permite olvidar la desgracia de ser burlados por diputados, senadores, regidores "

Hago un paréntesis: se sabe que dos órdenes religiosas, los dominicos (a los que pertenece el obispo de Saltillo) y los jesuitas, tenían verdaderos odios entre sí, tanto que los dominicos preguntaban ¿cuál es la Compañía de Jesús?, y respondían ellos mismos: en Belén era un buey y una mula y en el Calvario dos ladrones. Los jesuitas respondían con otra pregunta: ¿quiénes son los dominicos?: los perros del Señor, en referencia a que los dominicos fundaron y dominaron por siglos la Santa Inquisición. Se trataba, a su vez de un juego de palabras porque en latín en vez de nombrarlos dominici les decían dominicanes (perros del Señor: dominus y canes). Así que aun entre religiosos no había total respeto hacia la Navidad y otras vicisitudes evangélicas.

¿Cómo olvidar la inocencia infantil en estas fiestas, con todo y que sus mayores promotores sean los comerciantes? Los niños ignoran las leyes del mercantilismo, fundamento del desarrollo capitalista. Al degustar un riquísimo buñuelo, uno no va a enjuiciar a los creadores de las leyes de la economía mundial. Nada más abrir los ojos y ver que en China, Japón o Indonesia se impuso también ese misterioso ser barbado al que puede recurrirse para obtener algo: juguetes, comida o ilusiones.

Yo me rindo ante la fiesta de Navidad y celebro que nos permita olvidar la desgracia de ser continuamente burlados por otros seres de carne y hueso, como los diputados, senadores, regidores y todo género de burócratas que, con y sin “Santa”, se embolsaron entre un millón (los legisladores), medio millón los consejeros del Instituto Nacional Electoral y etcétera. ¡No te acabes Santoclós!