¡Ya no quiero más pastel!
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¡Ya no quiero más pastel!
Por: Gabriela Vallejo Salas
Siempre tuve miedo a crecer, no por mi altura, sino por la edad. Me aterraba la idea de envejecer, además odiaba los cumpleaños y sus ritos. Mi mamá decía que exageraba, que una persona no podía tener tanta fobia a ser mayor. ¡Si lo que quieren todos es vivir más…! Pero yo soñaba con morir a los 23. Creo que es la etapa donde se acaba definitivamente la juventud, aunque bien podría sobrevivir hasta los 27.
Sonará enfermizo, pero no quería que pasara el tiempo o, por lo menos, que no se me notara en el físico. Vivía en la angustia, aunque vivir es un decir, porque me divertía poco. De hecho, no salía de mi casa por el terror de ver cómo se sumaban más horas. Sabía que era imposible detener su avance, pero así viví preocupada hasta que, a los 18, obtuve mi identificación oficial. Me distraje con la idea de ir a fiestas y olvidé mi trauma, porque ya podía entrar a bares y salir con las amigas a cualquier antro; sin embargo, no tenía amigas y la idea de que los minutos jamás harían una pausa seguía en mi mente, como una gota de agua golpeando contra la roca.
A los 19, me cambié de ciudad para comenzar la universidad. Me sentía muy contenta de mi nueva forma de vida con responsabilidades, tomando mis propias decisiones lejos de casa y sin miedo a lo que se me presentara. Sólo temía a la edad, a crecer, ¡a la maldita edad! En psicología se le llama síndrome de Peter Pan. Si me estaba haciendo vieja, eran insuficientes las cursilerías que dicen de los recuerdos para tranquilizarme. Lo que quería era atrasar el reloj y no podía.
Semanas antes de cumplir mis veintes, comenzó la histeria. En un dos por tres crecí demasiado; me sentía fatal. Aun así, mi familia me compró un pastel de tres leches, como todos los años. Amigos y hermanos se reunieron en mi departamento y cantaron las mañanitas. Después, llegaron mis tíos y primos; tampoco podían faltar mis sobrinos fastidiosos. Hace años que ellos me embarran el cabello de postre una y otra vez.
Como es costumbre, pedí un deseo frente a las velas del pastel y después vino la típica mordida. Cuando me acerqué, sentí que me empujaron de lleno hasta chocar contra la mesa. Me mareé con el golpe. El betún entró por mi nariz y no podía abrir los ojos porque me ardían. Levanté la cabeza para respirar y traté de limpiar con mis manos los residuos en mi cara. Rogué casi en llanto por una servilleta, pero nadie respondió a mi súplica.
Cuando recuperé la vista, miré que todo alrededor se había vuelto blanco y amarillento; además, olía a vainilla. Mi familia no estaba conmigo. Ni mis padres ni mis hermanos, sobrinos, nadie. Yo conservaba mi ropa y el reloj de pulsera.
El olor a dulce era insoportable, así que caminé en dirección recta por algún tiempo para evitarlo. Creo que anduve en círculos porque todo lucía idéntico y apestaba igual. El lugar tenía el mismo color y aspecto; pero después noté que las paredes no eran lisas. Se veían como acolchonadas. Me cansé mucho de andar sin rumbo; tenía hambre y sed. Me detuve para pensar y me recargué en una de las paredes. Era muy cómoda, pero hundí el brazo en ella hasta el hombro. De un salto me quité de ahí. Estaba a salvo por poco y descubrí que en la mano derecha me traje un pedazo de muro esponjoso. Lo acerqué a mi cara y lo olí. Era vainilla. Probé el trozo ligeramente. Sabía a pastel. Era el que había horneado mamá y no sé cómo yo estaba dentro.
No me espanté. Al contrario, comí hasta saciarme. El relleno era jugoso, ya que de los pequeños orificios escurría leche, que calmó mi sed. Cuando estuve satisfecha, me pregunté cuánto tiempo llevaba ahí y cuánto más me iba a quedar hasta que escuché risas muy fuertes. No sabía de dónde venían.
De pronto una viga enorme de metal pasó como un tren cerca de mí.
Salté al otro lado para que no me aplastara, aunque tenía más filo que grosor y rayaba el suelo con un chirrido horrendo. De inmediato corrí al otro extremo del camino; pero el cuchillo seguía tras de mí. Escapé por un laberinto de rebanadas, alcé la vista y miré en el cielo de la cocina a mi mamá con la espátula en mano. Ella sonreía. ¿Qué pasaba? Era mi fiesta, yo era la que debía estar feliz.
Y, para empezar, debía de ser más grande que mi torta de cumpleaños. ¿Pasé una eternidad corriendo por mi vida? Porque, mientras huía de mamá, yo me miraba vieja y acabada en el reflejo del cuchillo. Las arrugas cubrían mi cara, el cuerpo me temblaba y no podía avanzar rápido. ¡Y mi peor miedo era a crecer! Quizá llevaba el tiempo suficiente corriendo entre montes de betún hasta hacerme anciana. Después me di cuenta de que eran delirios. Me vi las manos y seguían igual que siempre. Me toqué las mejillas y los brazos; todo estaba en su lugar. Entre tanto, mamá servía más y más pastel. Pero entonces vi mi oportunidad.
Prácticamente escalé una pared de harina. Cuando llegué a la cumbre, me escondí detrás de una cereza; salté y caí en un plato desechable. Miré arriba y vi a mi “yo” gigante, sentada en una silla. Me paré justo enfrente, en la orilla de la mesa. Alcé mis brazos y grité para llamar su atención. Fue inútil. Me armé de valor y brinqué a su rodilla, aunque había un abismo entre ella y yo. Trepé por la blusa de flores hasta ponerme encima de su hombro. Sin decir nada, juntas observamos la vitrina de cristal. Nos vimos en el reflejo e intercambiamos miradas. Comprendí que casi éramos idénticas; sólo nuestra estatura era distinta. Entonces le recuerdo que la juventud se vive una vez y que “el niño que llevamos dentro” del que tanto hablan, sí existe y que a veces se aburre mucho. A lo mejor anda por ahí rondando en el intestino o el cerebro. No sé; pero, en mi caso, fui tan inquieta que me salí.
Gabriela Vallejo Salas, ANALISTA
(Cuatro Ciénegas, 1997). Cursó el CBTa No. 22 y fue fundadora del taller literario “Ficciones desde el desierto”. Estudia cuarto semestre de ingeniería industrial y de sistemas en la UAdeC. Ha publicado en La Tamalera sus relatos “Sándwiches de estrellas” (Vanguardia, 2016), “El infierno es opcional”, “Una niña extraordinaria”, “Eduardo”, “¡Ya no quiero más pastel!” y “Frutas especiales”. Practica tocho y ha visto ya muchas películas. Además, rompe estereotipos: le gusta escribir, las matemáticas y la química.