No manden flores: Ensayo de nota luctuosa

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No manden flores: Ensayo de nota luctuosa

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El Día de la Madre hace florecer emociones de todo tipo que han servido de inspiración para muchos escritores, entre otros ejemplos nacionales y globales, retomamos el texto de Jorge Ibargüengoita incluído en su libro ‘Instrucciones para vivir en México’

El miércoles pasado, 29 de agosto de 1973, a las 7 de la noche, murió Luz Antillón, que fue mi madre.

Cuando yo estaba en la agencia, escogiendo la caja, oí su voz que me decía:

—¡La más barata, la más barata!

Creo que si hubiera visto la que compré, hubiera dicho:

—Muy bien. ¿Pero cuánto te habrá costado? ¡A poco cuatrocientos pesos!

Los precios que tenía en la cabeza eran de 1937.

Nunca fue afecta a entierros, pero creo que el suyo no le hubiera parecido mal. El cortejo no fue a vuelta de rueda, la carroza llegó junto a la tumba y, los más importante, nadie detuvo el descenso del féretro para decir «unas palabras de despedida».

Los empleados de la agencia, que la cargaron y la bajaron a la tumba, le hubieran causado muy buena impresión.

—Muy limpios, muy bien rasurados, dos de ellos bastante guapos. ¡Pobres muchachos, qué oficio tan horrible el de andar cargando muertos! —probablemente para resaltar los adelantos modernos, hubiera recurrido a una comparación con los cargadores borrachos de Guanajuato.

Su muerte fue natural. Es decir, murió cuando ya no quedaba otra alternativa. Vivió ochenta y tres años muy bien, uno regular, otro enferma y dos meses gravísima. Cuando llegó la muerte, era un epílogo necesario que ella y los que la rodeábamos estábamos esperando con ansias.

Murió como vivió, dando órdenes. Algunas de ellas, completamente equivocadas, que estuvieron a punto de costarnos la vida o una hernia a los que la atendimos en su enfermedad.

Por ejemplo, me dijo: —Quiero morirme en esta cama —la que había usado cuarenta años— no vayas a discurrir cambiármela por una de hospital.

Cumplirle este deseo causó muchas dificultades, pero ella murió en la cama que escogió.

No murió como pajarito, porque la vida se extinguió en su organismo con muchos trabajos, ni la muerte la agarró por sorpresa: hace diez meses que quiso que la santolearan, y más de un mes que le dijo a su hermana que iba a morirse al día siguiente y dónde estaban los papeles del panteón, que tenía guardados una mica.

Pero una cosa es tener conciencia y otra tener ganas. Las que ella tuvo de morirse le entraron en los últimos días, cuando comprendió que la cosa ya no tenía ningún chiste.

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Antes de eso, tenía esperanzas, ya desahuciada, le preguntaba uno «¿cómo estás?» y ella contestaba sin falla:

—Mucho mejor.

Además de esperanzas, tenía cosas que le daban gusto —casi todas prohibidas—. Durante un año estuvo a dieta rigurosa. Cuando yo fui a Estados Unidos, se quedó a cargo de mi mujer, inglesa, y de su doctora, austriaca, quienes mandaron hacer análisis para ver si mi madre estaba en condiciones de comerse un huevo de vez en cuando y un caldillo de pollo los domingos. No se imaginaban que la enferma, mexicana, que siguió dominando a la servidumbre hasta el final, estaba comiéndose en tres semanas, un ejército de quesadillas de huitlacoche, tlacoyos, gordas de maíz quebrado, tamales de chile verde y rojo, etc.

El mal que le hizo esta violación de las órdenes médicas fue mínimo. Su enfermedad ya había tomado cauces fatales y comer o no comer era lo mismo.

Ya no absorbía.

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—Me estoy quebrando como un charal —fue su última opinión de sí misma.

Una de sus últimas empresas fue leer los siete tomos de En busca del tiempo perdido que yo nunca creí que iba a poder terminar. Solía decir:

—¡Pobre de Swann! ¡Cómo lo ha hecho sufrir esa mujer!

Un día, entré en la sala y ella bajó el libro y me dijo:

—¡Ya se murió Albertine!

Otra empresa fue tejer una serie de chales con unos estambres que mi mujer le regalaba. Suspendió el trabajo en el último, azul marino, el día que un derrame cerebral le inutilizó la mano derecha. Uno de esos chales, gris claro, se fue con ella en el féretro.Los textos de  Ibargüengoitia se caracterizan por su alto sentido crítico.

Mamás de tinta
Estos son algunos otros autores que exploran la relación con sus madres.

1
Maxim Gorki - La madre
Rusia vivió otras revoluciones previas a la de 1917; la que tuvo lugar en 1905 la recrea Gorki en esta novela que narra la historia de Pelagia, la madre del joven obrero Pavel. A través de sus páginas asistimos a la politización de la protagonista, en un principio temerosa y poco decidida a luchar, pero después aguerrida y convertida en madre simbólica de todos los compañeros de su hijo. Traducción: Bela Martinova.
2
Julián Herbert - Canción de tumba
Pretender hablar de nuestra madre sin hablar de nosotros mismos es tarea casi imposible. El escritor mexicano Julián Herbert es consciente de ello y por eso se propone indagar en su propia biografía a lo largo de esta narración sobre la vida de su madre, Guadalupe Cruz, ex prostituta que ha enfermado de leucemia. Ahondar en la relación con su madre le lleva a hacer lo mismo con respecto a su propio país, un México violento y corrupto.
3
Margaret Drabble - La piedra de moler
Considerada por los críticos del diario británico ‘The Guardian’ como “la novela feminista crucial de los años 60”, en ‘La piedra de moler’, su narradora Rosamund, una joven doctoranda inglesa de clase media, relata su primer año de maternidad tras un embarazo inesperado. Su pasión por los poemas isabelinos, tema de su tesis, ha de compartirla con la absorbente experiencia de la crianza de su hija en solitario, lo que le llevará a descubrir emociones completamente nuevas. Traducción: Pilar Vázquez.
4
Antonio Altarriba - El ala rota
El patriarcado ha hecho estragos en vidas como la de Petra, la madre del guionista de esta novela gráfica. Su propio padre intentó matarla cuando nació y esto le dejó como secuela la inmovilidad en un brazo. Petra mantuvo en secreto su defecto con resignación y espíritu de sacrificio, y su hijo, que no lo descubrió hasta muy tarde, trata de reparar esta situación. Además, ‘El ala rota’ da cuenta de la historia de la España del siglo XX, desde el inicio de la Primera República hasta bien entrado el franquismo.
5
Colm Toibin - Nora Webster
Viuda a los 46 años y con cuatro hijos, Nora Webster trata de hacer frente a una existencia nada sencilla en una pequeña ciudad de la Irlanda de los años 60 del siglo XX.Un nuevo comienzo vital en toda regla para una mujer a cuyo duelo y reinvención asistimos como lectores de esta novela cuya protagonista está inspirada en la madre del autor. Traducción: Antonia Martín.