No lo digo yo

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No lo digo yo

Si metemos la cabeza a la esfera nacional y miramos el acontecer cotidiano, queda la sensación de que hay muchos frentes abiertos, acontecimientos que se desplazan y un debate tan epidérmico como efímero. Lo malo es que, si sacamos la testa del ambiente propio y miramos al mundo, tenemos más de lo mismo y, en ciertos temas, cosas peores. En lo personal, por ejemplo, no alcanzo a dimensionar a plenitud las posibles consecuencias del duelo de testosterona entre Trump y Kim Jong-un, pero tengo la impresión de que la cosa puede ponerse fea.

Ese frenesí de hechos, interpretaciones y dichos obnubila nuestra capacidad para reflexionar sobre la magnitud de los problemas y para dimensionar sus implicaciones. Tal vez por eso pasé por alto –o, para ser preciso, leí apenas de pasada– el mensaje y el informe que presentó el 31 de marzo el ómbudsman nacional, Luis Raúl González Pérez, ante el Poder Ejecutivo federal. Ahora que lo hago con calma me ha atrapado un sentimiento de desazón que no quiero contagiar a los lectores pero, si es cierto que, como decía María Zambrano, “conciencia histórica es responsabilidad histórica”, entonces la inconsciencia de lo que acontece también es un acto de irresponsabilidad y, por lo mismo, aunque abone en el desánimo, prefiero concientizar.

Dejo hablar al ómbudsman: en 2016 “en varias partes de México, no hubo condiciones mínimas de seguridad para la convivencia social y pacífica”. Si esto fue así, como temo que lo fue, en esas zonas de México no existe eso que llamamos Estado. Sigue González Pérez: “la falta de capacitación, así como la desidia por parte de las instancias competentes, permitió que subsistieran prácticas tan graves como la tortura, las desapariciones forzadas o las ejecuciones arbitrarias”. Esto es quizá peor porque significa que lo que debería ser el Estado –por complicidad o por omisión– es parte de la delincuencia.

Más adelante, el presidente de la CNDH abordó un tema escalofriante y, al mismo tiempo, sin bien cada vez más visibilizado, inoculado por el mal de la indolencia: “el sólo hecho de ser mujer, es razón suficiente para sufrir agresiones y violencia que inclusive llega a la privación de la vida”. En paralelo y para agravar las cosas, recordó que “ser defensor de derechos humanos o periodista siguió siendo –el año pasado– una ocupación de riesgo en nuestro país”. La víbora se muerde la cola: acá es víctima la víctima, el que denuncia el abuso y quienes los defienden. Mientras, las autoridades miran para otro lado y, en los hechos, desatienden las recomendaciones de la CNDH.

El ómbudsman no le sacó la vuelta al tema de la ley de seguridad interior: “la participación de las Fuerzas Armadas en tareas vinculadas a la seguridad de las personas no es lo más deseable, como tampoco lo es la emisión de la ley que se ha planteado”. De hecho, implícitamente, el titular de la Comisión adhiere a la idea de que es necesaria una moratoria legislativa en la materia: “la decisión sobre la conveniencia y necesidad de emitir una ley (en la materia) requiere una discusión amplia, plural, informada e incluyente”. Esa discusión no se ha dado a pesar de que éste no es un tema del Estado y sus instituciones, sino también –yo diría que sobre todo– de la sociedad y sus derechos.

Hace siglos, cuando Locke reflexionaba sobre las tesis de Hobbes que aconsejaban salvar la vida –ante las amenazas y peligros provocados por lo que hoy llamamos delincuencia (organizada o no) – renunciando a la libertad y a sus demás derechos, recurrió a una metáfora que conviene traer a cuentas. Decía que “ello equivale a pensar que los hombres son tan estúpidos como para cuidar de protegerse de los daños que puedan causarles los gatos monteses y los zorros, y que no les preocupa, más aún, que encuentran seguridad en el hecho de ser devorados por los leones”.
Lo que necesitamos es un Estado que nos proteja, no un Leviatán que nos devore. Al menos eso fue lo que pensé cuando leí al ombudsman.