No hay nadie en el fin del mundo
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No hay nadie en el fin del mundo
Por: César Gaytán
No recuerdo muy bien la relación con papá y madre cuando yo era niño. Lo que sí es que me pasaba mucho tiempo fuera de casa. En la esquina de la calle donde vivíamos había un baldío que de vez en cuando era también un campo de béisbol improvisado. Me la pasaba ahí después de la escuela. Todas las tardes, sentado en las gradas, esperaba que un platillo volador viniera a por mi y unos extraterrestres me dijeran que había sido elegido para recorrer el universo.
Era fan de un programa de radio llamado “Archivo Extraterrestre” y las anécdotas eran creíbles: “los marcianos viven entre nosotros, capturan gente, le sacan el cerebro y los convierten en espías para futuras invasiones”. Nunca lo escuché de alguien cercano, pero igual me emocionaba con cada avión que veía o con nubes en formas extrañas. Porque en mi lógica de niño esa era su manera de engañarnos. Y era también la única forma en que podía seguir creyendo en ellos: la ausencia de pruebas era una forma de estar seguro que ahí estaban, en todos los lugares, esperando, viéndome, estudiándome, planeando hacer contacto para hacerme uno de los suyos de una vez por todas. Pero no pasó. Cada noche, o poco antes de que el cielo nocturno extendiera su tedio sobre Saltillo, regresé a casa sin éxito.
Así pasé una temporada hasta las cosas cambiaron. Tenía 9 años. Otoño de 1988. El 23 de septiembre. Viernes. Lo tengo bien grabado. Pasaban de las dos de la tarde. Madre estaba afuera de la casa. La vi apenas dar vuelta en la esquina, antes de meterme al terreno. Supe que me había metido en problemas porque tenía esa pose de “estoy encabronada, pero voy a mantener el estilo”: el cuello en alto; una brazo recostado sobre el estómago (como si lo quisiera cruzar con el otro pero siempre no), y la otra mano en la boca porque seguro se estaba comiendo las uñas. Con solo verla, sabía que me estaba esperando y que no estaba contenta. Es algo que intuyes, una cosa que cada niño puede advertir sobre su madre. Cualquier otro solo hubiera visto solo una mujer delgada de pie. El caso es que al verla, mi cuerpo de niño fue atraído como un imán obediente, pero en vez de magnetismo me movía el miedo. Arrastré los pies, bajé poco a poco la cabeza y pasé a un lado sin decir algo. Ella no me volteó a ver directamente, pero sentí que me veía por la espalda. Cuando creí que me había librado del regaño público, sentí el jalón de la mochila. Lo primero que me gritó fue que dónde chingados me metía en las tardes, que qué pinches cosas asquerosas andaba haciendo y así siguió por el condominio hasta que entramos a la casa. En la mesa del comedor tenía el tesoro que yo había encontrado en el baldío la noche anterior y escondido en mi cuarto. No puedo decirlo de otra manera, así que ahí va: era un condón usado. Eran principios de los noventa, entonces no había internet y la verdad yo era muy retraído. Además tenía 9 años. Y lo peor fue mi explicación. Que aunque verdadera, no me creyó nada. Y ahora no me extraña. Le dije que estaba tirado en las gradas de donde jugaban béisbol. Que se trataba de una prueba extraterrestre. Que seguro habían bajado a experimentar con algún vecino, le quisieron sacar el cerebro, pero al casi ser descubiertos, escaparon y dejaron ahí lo que defendí como una “herramienta succiona pensamientos”.
Ese día me llevé varias cachetadas y cintarazos. Me prohibieron salir solo por las tardes y me obligaron a volver a casa después de clases. A partir de ahí fue siempre lo mismo: subir las rechinantes escaleras de madera del edificio; hacer fuerza en la chapa redonda y dorada de la puerta; el pasillo con olor a cigarro; la foto de la abuela juzgándome en todo el camino hasta mi cuarto. Los gritos y las peleas entre papá y madre siempre estuvieron ahí, pero uno se las ingenia para ignorarlos o vivir con eso. A veces hasta me parecen nomás un episodio borroso. Supongo que elegí no acordarme de muchas cosas.
En fin. Era mi casa, pero al echarme en la cama solo veía un techo desconocido. Odiaba esa sensación. No dejé de creer en extraterrestres, pero les agarré coraje porque nunca vinieron por mi.
César Gaytán
Coordinador de proyectos editoriales y nuevos contenidos en el periódico Vanguardia. Colaborador en diversos medios impresos y digitales. Mimético, somatizador, adicto a la ficción y fan romántico de Neon Genesis Evangelion. Miembro del Seminario de Literatura Francisco José Amparán.