A nivel de calle. ¿Cuándo fue la última vez que caminaste las calles de tu infancia o de tu ciudad?
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A nivel de calle. ¿Cuándo fue la última vez que caminaste las calles de tu infancia o de tu ciudad?
¿Cuándo fue la última vez que caminaste las calles de tu ciudad? Debo confesar que, a menos de que esté de vacaciones, generalmente mis traslados son en auto propio, transporte público, en taxi o en Uber. Por razones del destino, vivo en un suburbio americano donde cuando ves a alguien caminando lo primero que piensas es que perdió la cordura o se quedó sin gasolina, o las dos. Con la pandemia del 2020, las tendencias en los países desarrollados empujan a los ciudadanos a salirse de las ciudades y emigrar a los suburbios. Eso les trae menos contacto con otras personas, menos transporte público, más espacio y, tal vez, oxígeno. En México es difícil darse esos lujos y la movilidad es limitada. Quien vive en centros urbanos difícilmente puede escoger salirse de ahí.
Crecí en el centro de Saltillo, a unas dos cuadras de la catedral y la Plaza de Armas. Desde que aprendí a caminar, y hasta que salí de Saltillo, caminaba a todos lados (menos a la escuela, que en mi mente se encontraba en el extremo opuesto de la ciudad). No tenía inconveniente en caminar por todo el centro de Saltillo, así fuera a casas de abuelos o tíos, a alguna tienda o encargo de mis papás o abuelos, o a visitar a mi abuelo Giuseppe o a mi tío Lato en la Joyería Italiana, a unos pasos de la Plaza de Armas.
Por motivos familiares, estuve en Saltillo esta semana. Como todo en tiempos del COVID, las cosas no fluyen exactamente como uno espera. Se percibe una tensa calma, aunque el tráfico del Buen Fin nos recuerda que de algo tenemos que vivir (y morir). Pasé varios días en la casa de mi infancia y, en esta ocasión, las circunstancias me hicieron salir a recorrer los pasos que de niño recorrí cientos de veces. No es lo mismo manejar que caminar las calles de Allende, Victoria, Juárez, Hidalgo, Ramos, Morelos o Bravo. Es difícil describir la sensación de volver a recorrer mis pisadas 35 años después y los motivos o casualidades que me hicieron “aventurarme” a recorrer una vez más algunas calles de Saltillo. Todo inició con un antojo y unos chilaquiles de la calle (peatonal ahora) de Padre Flores, a un costado de la iglesia de San Esteban. Siguió con otro antojo, esta vez en el restaurante Arcasa en la calle de Victoria, donde vi pasar –caminando– al alcalde de la ciudad, Manolo Jiménez, probablemente revisando el orden y protocolos para el Buen Fin. Por cierto, refrescante ver a un funcionario a nivel del piso, caminando las banquetas que caminan los ciudadanos, sin aparato de comunicación o cámaras, simplemente absorbiendo lo que pasa en su ciudad. Finalmente, acabé visitando el Museo de los Presidentes Coahuilenses, a un par de cuadras de la catedral, a raíz de que me enteré de que participo en un grupo con un nieto (Agustín) de un expresidente de México nacido en Saltillo. Ese día se celebraba el aniversario luctuoso del expresidente Gral. Roque González Garza y gracias a Agustín me animé a salir de nuevo a caminar las calles del centro de Saltillo y visitar el museo. El museo, muy recomendable si vas a Saltillo, es una exposición de la vida de los cinco presidentes de Coahuila y está muy bien puesto. Chico, sobrio, pero muy limpio y ordenado donde además me acompañó un guía que amable y pacientemente me atendió.
Fue en mi caminata al museo donde volví a recorrer los pasos que me llevaban a Palacio de Gobierno, a la Plaza de Armas, a la catedral o al Casino de Saltillo y que me llenaron de nostalgia y de recuerdos. Pasé, una vez más, por enfrente de la Joyería Italiana casi escuchando, sin saber que esa misma noche dejaría de existir, la voz de mi tío Lato. Caminando por la calle de Bravo me di cuenta de que a la distancia se veía la iglesia de San Francisco que nunca había apreciado y que podría ser una postal de una ciudad europea (si te interesa ver la foto que tomé, mándame un mensaje y te la comparto). Me enteré de que la dulcería de la esquina en la calle de mis abuelos pronto se va a convertir en un hotel de primer nivel (para quien me enseñó el proyecto le digo que ya lo confirmé, sí era dulcería).
También, y con mucha sorpresa, me di cuenta de que aquel trayecto de mi casa de la infancia a mi escuela no era una distancia tan grande como pensaba. Son solamente cinco kilómetros, mismos que en una buena semana (todavía) puedo correr 4 o 5 veces; en realidad no tenemos que caminar tan lejos, nuestras ciudades están al alcance de nuestros pasos y nos daremos cuenta de que se viven y sienten diferentes a nivel del piso. Además, estoy seguro de que la gente que camina es más amable que la que maneja. Hagamos la prueba.