Navidad
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Navidad
Si tenemos en cuenta los errores que cometió el monje Dionisio el Exiguo, que era matemático y que en el Siglo 7 se puso a contar los años hacia atrás para crear el Año del Señor, estamos a 2018 años del episodio del nacimiento de Jesús. Se dice que ese señor chaparrito (escita: de la región que hoy es Irán) cometió un error de seis años, pero eso no significa nada para nosotros. Creó nada menos que la era cristiana. Sea lo que sea, aunque haya desacuerdos de culturas no cristianas, la mayor parte de los seres humanos se refieren a un calendario específico y aceptan que estamos en 2018 y que en unos días vendrá el 2019.
La idea de una Navidad o, mejor, la natividad de un niño judeo-palestino es aceptada de manera general, aunque demasiadas personas no sepan establecer la relación entre las fiestas en que estamos insertos y el fundador de una religión universal. Es como aceptar que nuestra independencia inició en 1810 cuando que en realidad no aconteció sino hasta 1821. La primera fecha es su declaración, la segunda su conquista: la muerte de Jesús dio inicio al cristianismo.
La Navidad no era festejada en la Iglesia en los primeros siglos. Se daba importancia a la muerte de Cristo, a la Resurrección y a otros episodios, pero nadie se fijaba en que un niño había nacido y que eso fuera un pretexto para el regocijo. El primero que promovió el festejo navideño fue San Francisco de Asís a 13 siglos del nacimiento de Jesús. Además, a él se debe haber propuesto el pino navideño. Bueno, quizás exagero: ¡no había pino! pero sí creó el establo de Belén. Era un hombre tan bondadoso que no se contentó con reconocer la crucifixión, a la que era adicto, sino que pensó, también, en los niños.
Es curioso que si el festejo navideño inició en el Siglo 13 haya creado, casi de inmediato, el inicio y luego el desarrollo de lo que hoy celebramos. Pegó en Grecia, en Italia, en países nórdicos y, con fuerza, en España. Es de los españoles de quienes recibimos esa tradición, misma que los mexicanos adoptaron y aumentaron creando un folklore bastante nuestro. De Europa recibimos la celebración de los Reyes Magos como culminante. Se trataba de promover la adoración del Niño Dios como la habían llevado a cabo los reyes en Belén, a donde los guiara una estrella (un cometa).
Aquí, en el noreste mexicano, la primera celebración de este tipo tuvo lugar en Parras a finales del Siglo 16, promovida por los padres jesuitas. Hicieron una ceremonia fastuosa para que los indios nómadas conocieran al nuevo dios que les predicaban apenas. Mataron un toro, cantaron (al parecer) villancicos ya traducidos a alguna de las cuatro lenguas habladas en la laguna de Parras (casi seguramente al zacateco), tocaron trompetas e instrumentos musicales europeos y, en largas filas, pasaron a besar una pequeña estatua del Niño Jesús. Luego siguió la comilona, con la felicidad de los indígenas que gustaban mucho de la carne.
Al contrario de lo antes escrito, los conceptos norteamericanos, sus tradiciones y su mercantilismo se impusieron de golpe a partir de 1945, desplazando poco a poco las tradiciones, los cánticos y las posadas, proponiendo a cambio a Santa Claus, el pino, los renos, el aburridísimo Niño del Tambor, la fecha (24 por la noche), los símbolos nórdicos y sus platillos. Al “ganar” la guerra, los Estados Unidos hicieron de la navidad un negocio gigantesco. Los Reyes, el pesebre, San Francisco y ochocientos años de creatividad dejaron su lugar al dominio del imperio, que, a partir de la Gran Guerra, impuso lo que se le antojó.
Me dirán que lo mismo hicieron los españoles en América y responderé que sí, que lo hicieron, como señalé con el episodio de la misión de Parras. Su música, sus comidas y una concepción del mundo que era demasiado alejada de los pensamientos de los indígenas.
No estoy seguro, pero quizás los padres de la Compañía supieron, adivinaron o presintieron que ese ritual sería un mecanismo para ingresar al mundo de los nómadas. En efecto, éstos tenían gran aprecio por los niños. En 1541 Álvar Núñez Cabeza de Vaca escribió que los carancahuases (que hablaban uno de los dialectos coahuileños) eran quienes más amaban a los chiquitines y los más cariñosos con ellos. Así que los jesuitas propusieron a un dios niño a su veneración (de esta última frase no estoy seguro como historiador, sólo la intuyo.) La fiesta navideña española había nacido en lo que luego sería Coahuila.