Navegar en la incertidumbre
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Navegar en la incertidumbre
Cuando parecía que ya todas las hojas de los árboles se habían caído y que brotarían las nuevas de la cercana primavera, llegó el viejo viento helado de invierno, el frío inesperado y el nublado depresivo que contamina al alma con un humor pesimista. La ilusión de la alegría prematura se diluyó y sentimos la urgencia de que broten las flores, de que los árboles ensayen sus brotes y de que la fría incertidumbre se aleje con las ramas secas del invierno.
¿Por qué nos incomoda y nos angustia la incertidumbre? ¿Por qué altera nuestro estado de ánimo y nos vuelve cautelosos, inseguros, irritables? ¿Por qué al momento de experimentarla acudimos a cualquier remedio que nos haga sentir que su fantasma se ha alejado? ¿Buscamos que la certidumbre nos acompañe de nuevo y nos proteja como un camino conocido, como una salud permanente, como un ingreso seguro, como una economía estable, inmune a la inflación, como una administración incorruptible, como una ciencia infalible, como una Fe sin misterios?
Añoramos la certidumbre como una tierra prometida donde la felicidad es un sitio permanente, aunque sabemos que ningún sabio la ha prometido. La certidumbre en los niños es un permanente paraíso, estable y cotidiano, que carece de dudas y preguntas. Pero poco a poco se va diluyendo con las inciertas interrogaciones de la vida que se contentan con respuestas que convencen por un rato y que luego vuelven con nuevas preguntas. Nacen cada día las experiencias de cada edad, generan incertidumbre y van suscitando una sed inagotable de certidumbre.
Así pasamos la vida buscando un vivir seguro que nos vacune y/o nos alivie de las incertidumbres. La información de noticias positivas, los conocimientos “científicos”, las siempre ambiguas tendencias económicas y políticas nutren o nos hacen alucinar certidumbres tan efímeras como los días que vivimos en esta semana de frío y calor, de alianzas y rivalidades políticas, de pesos y barriles devaluados sin esperanza de recuperación.
La incertidumbre provoca dos estados de ánimo: preocupación o angustia, pesimismo u optimismo realista, depresión o esperanza. Todo depende de lo que se haya aprendido y de la madurez que se tenga. Si alguien cree que la certidumbre es el estado normal y la incertidumbre es la excepción, está anclado en la etapa prejuvenil; pero si supone que todo es incierto y que no hay certidumbres que alimenten la esperanza, anda navegando en las soledades de un escepticismo que deteriora el alma.
Hay que aprender a “navegar en la incertidumbre”, remando en una barca tan frágil como las certidumbres que vamos integrando con nuestras experiencias. La incertidumbre es el “pan de cada día”, no el acontecimiento de cada sexenio o de cada noviazgo o de cada final de un ciclo de la vida. Si hemos aprendido que la incertidumbre existencial es un virus que amenaza nuestra seguridad no nos debemos extrañar estar viviendo en un estado de angustia permanente.
Pero si la consideramos como un esperado visitante de cada día, viviremos ocupados en atender sus preguntas y buscar nuevas respuestas.