Nadie dijo que era justo ni bello
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Nadie dijo que era justo ni bello
A Guillermo, mi padre, en su memoria
El álbum de fotografías antiguo desgrana las pieles más lozanas ante los ojos. Nacer. Nadie dijo que era justo ni bello. No hubo una promesa. Pero incluso así, es justo y es bello. Y no. Ambas afirmaciones y otras infinitesimales.
Ante la muerte, sobreviene el pavor. Se pide reencarnar, tener vidas posteriores, pensar en algo que tranquilice ese paso hacia otro estado de la materia. Desatendemos, distraídos en algo que no es la vida, las numerosas vidas que vivimos en un cuerpo que se convierte a lo largo de la existencia en otros cuerpos; con formas, tallas y dimensiones cambiantes. Este es el acto de magia más asombroso y lo perdemos de vista.
¡Cuánto hace que el cuerpo medía centímetros! y ¡cuánto hace que ese cuerpo es largo, con la medida de lo que llamamos alto! Un hombre alto. Un hombre que ya anduvo atravesando calles del barrio durante su infancia, o que ya se fue a las montañas más tarde. Y el niño no dialoga con el hombre. Ni el hombre dialoga con el niño que fue. Son y huellan durante el lapso en el que se manifiestan. Estas manifestaciones entregan múltiples experiencias a una conciencia.
Sus andares sobre distintos paisajes también son andanzas sobre distintos mundos. Ya en la nieve aprender a cavar para pescar sobre los hoyos; ya el haber sido un recién nacido que fue abrazado mientras las velas, alrededor de la recámara, enmarcaban esa alta importancia para la madre. Ya el acto violento donde quedó tendido en el piso. Ya cuando se moría de sed en el desierto. Ya el joven que se comía a escondidas las uvas de la tienda de abarrotes.
Esos ojos que incluso parecieran -y lo hacen- haber cambiado de color. Esos suaves labios turgentes que ahora son líneas apenas visibles. Esas orejas de diferentes tamaños.
Nos ha sido entregada la multiplicidad y el color. Veamos la piel al nacer, sus tonos y cambios; sus territorios visitados por vello o por las marcas de un tatuaje, las cicatrices. Ese color que se anegó de sol ahora se desvanece, palidece ante la desintegración.
Nos distraemos. El ruido que provocan los atuendos, también se suma a la falta de observación de esos cuerpos que hemos sido. Si bien, enmarcan, también dejan fuera de la mirada estas transformaciones.
Nunca fuimos uno. Somos múltiples en este mundo múltiple que es justo, que es bello, que es propicio. Y su reverso.
Somos cuerpos en la experiencia del dolor que templa, de la alegría que suaviza. Andamos como si nada, en la ignorancia del enorme regalo de la multiplicidad.