Mujeres silenciadas

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Mujeres silenciadas

Escribir es tener una voz, es también dar una voz. Elena Poniatowska se define como alguien que ha dado voz a los otros, a través de su trabajo periodístico, de ese preguntar y dar pie al testimonio. 

Eudora Welty, la escritora sureña, en un bello ensayo sobre el proceso de escribir menciona la voz que escucha cuando escribe. A lo mejor escribir es un acto polifónico. No me refiero al ejercicio de la comunicación, como lo es este texto, sino a la escritura de la novela, el cuento, teatro, el poema. 

Escribir y publicar era ya una actividad posible entre las mujeres de la tradición anglófona al despuntar el siglo XX; entre las hispanohablantes sucedió de manera más notoria a partir de los años cincuenta del siglo pasado, a la par que el derecho al voto. La voz pública, que salió del ámbito doméstico, que se asomó por la ventana y opinó e imaginó llegó hace relativamente poco. Basta una mirada a la lista de mujeres que han recibido el Premio Nobel, nuestra única representante (me refiero a la tradición en lengua española) es la chilena Gabriela Mistral que lo recibió en 1945. Pero sin duda la cantidad de mujeres de la lista, en un mundo que se ha esmerado por ser políticamente correcto, aunque aún dista mucho de una verdadera igualdad, ha aumentado. 

Las escritoras premiadas, traducidas a muchos idiomas, miran el mundo desde sus experiencias, desde el cuerpo que habitan y la circunstancia que las rodea. Allí están la sudafricana y activista Nadine Gordimer, por quien hemos podido mirar la segregación y la difícil integración en tiempos de Mandela. Sin Toni Morrison no hubiésemos comprendido porque una mujer negra degüella a su bebe. Beloved nos acercó al horror de ser esclava, negra, mujer y madre. Doris Lessing, la inglesa que había vivido en África, mostró el mundo íntimo de las mujeres de su tiempo. Eso hacen las palabras impresas, pesan, quedan, calan. Si no por qué silenciar a Sor Juana Inés de la Cruz que se volvió monja incómoda después de haber sido la consentida de virreyes y arzobispos en la Nueva España. ¿Por qué obligarla a despojarse de libros, instrumentos de ciencia y de música de su celda jerónima, después de 25 años de amueblar su espacio y su mente? Porque en materia teológica se le ocurrió agregar sus propias ideas cuando fue invitada a criticar el sermón de un jesuita portugués. Y el nuevo representante de la iglesia Aguiar y Seijas no era su amigo, ni su admirador, por el contrario no miraba a las mujeres a los ojos y pensaba que eran seres diabólicos. Prohibió el teatro, tan fecundo en la Nueva España, ya la novela estaba prohibida. La escritura es un permiso para pensar. Y pensar no era —¿o es?— propio de las mujeres. La palabra asusta porque la palabra dice, queda, va hacia el otro. 
Cuando me han preguntado si soy feminista, me defiendo (en un torpe entendimiento de una palabra que ha sido abusada), porque soy escritora y la profesión misma atañe la facultad de mirar el mundo desde los personajes de la invención, sean hombres o mujeres, porque el ejercicio de la imaginación, de la ilusión creada del mundo narrado supone ir más allá de los límites de la condición personal, es por ello un acto de libertad y privilegio, pero un reto de persuasión. Quiero mirar el mundo desde otros, y lo hago desde otras experiencias posibles. Me importa la condición humana. Es cierto, sin embargo, que en dos de mis novelas de contexto histórico, he dado voz y me he centrado en las mujeres. Con sobrada razón, me importa su silencio y su olvido, tengo algunas preguntas que hacerme y un mundo por explorar. En Yo, la peor quise saber si Sor Juana Inés de la Cruz había dejado de escribir después de que fue llamada al orden por sus superiores, cuando firmó con sangre “Yo la peor del mundo”. Para comprender su excepcionalidad y su circunstancia tuve que mirarla desde las mujeres reales y ficticias de su tiempo. Leonor Villegas, fundadora de la Cruz Blanca Constitucionalista en tiempos de Carranza (referida en Confabulario el pasado domingo) de quien no sabía nada antes de un viaje a Nuevo Laredo, me valió la novela Las rebeldes que a su vez provocó el interés del entonces alcalde por colocar una estatua en el Paseo de los Héroes de esa ciudad. Un amigo dice en broma que es el único caso en que la literatura logra monumentos de bronce. Lo usual es que la escritura derrita al bronce. 

Creo en el poder de la novela para romper el silencio y dar voz a las mujeres cotidianas y de la historia. Creo en el poder de los lectores, hombres y mujeres, para escuchar.