Muerte y enfermedad en la pandemia

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Muerte y enfermedad en la pandemia

Era mediodía y los rayos del sol sacaban humo del pavimento lagunero. Iba camino al Hospital General de Torreón y me detuve en el panteón Jardines del Tiempo, a un costado de la zona militar.

Me detuve porque vi a un grupo de personas vestidas como médicos de área COVID entre las tumbas. Aparqué mi vehículo sobre la carretera y detrás de mí otros hicieron lo mismo. Me asomé y un pequeño grupo, mujeres la mayoría, vestían de negro y cubrebocas. Los hombres vestidos con trajes especiales se disponían a sepultar un cuerpo.

Afuera del panteón, la gente comenzó a acercarse a las rejas. Era familia del difunto, pero por restricciones sólo se permitió el acceso a un pequeño grupo. La gente, con sombrillas o colocando su mano sobre la cara para cubrir el azote del sol, sólo miraban el entierro y a su familia llorar.

Me acerqué a uno de los familiares, un hombre que llegó solo y se mantuvo solo durante el entierro. Me contó que el difunto era una persona que murió de COVID-19. Tenía 70 años. Era diabético. Se puso malo y sólo aguantó 12 horas en el Seguro Social. Nadie lo vio cuando murió. Nadie se despidió de él. Simplemente avisaron que había muerto. Entregaron el cuerpo y, sin ningún ritual de despedida, se dispusieron a enterrarlo.

También me contó la persona que las hijas habían tenido mucho cuidado y que trataban de no visitar a los papás. Pero tuvieron que seguir trabajando y aparentemente una hija se contagió y contagió después al padre.

Pensé en el hombre de 70 años que estaba siendo sepultado. En cómo se habrá sentido de morir solo, entre personas vestidas como astronautas. Sin nadie que le dijera que lo amaba. Sin sentir ese último abrazo. Pensé en cómo nos han arrebatado ese derecho a decirles adiós a nuestros seres queridos que mueren. Pensé en cómo ante la muerte, ahora la gente tiene miedo de abrazar al dolido por el miedo a contagiarse.

Pensé también en la culpa que puede sentir la gente de enfermar a alguien, y más si ese alguien muere. ¿Cómo se anda por la vida así?

Después me retiré y seguí mi camino hasta el Hospital General de Torreón con la finalidad de poder observar cómo las familias se comunican, a través de una tablet y un monitor, con sus seres queridos hospitalizados por alguna complicación respiratoria.

Allí platiqué con Moisés y con Isela. Moisés tiene a su esposa internada, Isela a su mamá. Los dos tienen miedo y simplemente quieren hablar con sus seres queridos, inyectarles ánimos. La situación de la pandemia y los protocolos sanitarios les impiden entrar al área para estar con ellos. Sin embargo, en una decisión afortunada, la secretaría de Salud del Estado decidió disponer de tablets y monitores para que la familia pueda comunicarse con los pacientes. Había una fila de 15 personas, todos ansiosos por ver a sus familias.

Pensé en esos pacientes que están dentro sin tener contacto con su familia. Sin saber lo que sucede afuera de un cuarto de hospital. Pensé en las familias que están afuera sin saber cómo está ese hijo, esa esposa, ese padre, esa madre dentro de un cuarto de hospital.

AL TIRO

Suman poco más de cinco meses desde que se detectó el primer caso oficial de COVID-19 en México. Cinco meses en los que nos paralizamos, sentimos miedo, nos angustiamos, lloramos, renegamos, sufrimos. Cinco meses en los que nos preocupamos y aspirábamos a que esto terminara. Pero van cinco meses y esto no termina; cinco meses en los que sigue gente sufriendo y muriendo.

Y después de ese día en el que observé un entierro de una muerte por COVID y que estuve con familias hablando con pacientes al menos sospechosos de la enfermedad, miré las calles como si nada ocurriera. Miré noticias de fiestas y reuniones masivas. Supe de decisiones estúpidas por parte de las autoridades y escuché gente que hablaba que esto tenía que seguir y que nos teníamos que acostumbrar. Y pensé si realmente podría acostumbrarme a vivir el dolor como lo vivían aquellas personas en el panteón. Y pensé si realmente podría vivir la angustia de no estar al lado de un ser querido en un momento de enfermedad. Y sentí coraje.