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Mrs. Hadid

En este mundo somos muchos —demasiados— desde hace ya buen tiempo. Un resultado natural de dicha circunstancia es la imposibilidad de conocer a todos los habitantes del planeta y ser capaces de apreciar sus virtudes individuales… o padecer sus defectos.

La afirmación anterior da en el blanco, incluso para los muy pocos habitantes del Olimpo de la fama, figuras cuya luminosidad individual obligaría —por lo menos en teoría— a voltear a verles porque destacan entre los demás, porque se trata de miembros conspicuos de la colectividad.

Alguien podrá señalar como un equívoco el considerar pequeño al conjunto de los famosos y podrá enumerar —no sin razón— el largo listado de las disciplinas a las cuales se dedican las personas ilustres de este planeta: desde las ostensibles figuras de la farándula, hasta los deleznables integrantes del crimen organizado y los líderes de las facciones terroristas, pasando por un largo, larguísimo etcétera.

Es cierto: en términos cuantitativos, las personas a quienes se puede adjudicar fama pública pueden contarse por miles —seguramente por cientos de miles— y tales cifras pueden considerarse enormes, pero en términos cualitativos en realidad constituyen un porcentaje muy bajo de la población mundial.

Aún así, resulta muy difícil —imposible sería probablemente un término más adecuado— conocerles a todos y eso es una lástima.

¿Por qué? Porque una de las peores traducciones de esta realidad es el hecho de enterarse de la existencia de una persona valiosa, importante, descollante, justo en el momento en el cual ha dejado de estar entre nosotros.

Eso le ocurrió por estos días acá, a su charro negro, al leer la noticia sobre el deceso de la arquitecta de origen iraquí, Zaha Hadid, quien falleciera el último día de marzo pasado en la ciudad de Miami.

Nunca antes había escuchado sobre su existencia, ni tenía la menor idea de su obra y la relevancia de su paso por el mundo de la arquitectura en el cual destacó de manera singular, entre otras cosas, porque el de la arquitectura es uno de esos mundos dominado casi exclusivamente por representantes del género masculino.

La profusión de notas dedicadas a su deceso y el cúmulo de elogios a su obra obligaban a revisar el legado de esta mujer cuya pinta —lo confieso sin rubor— me pareció realmente cautivadora aún cuando, según los cánones estéticos generalmente aceptados, casi cualquiera la colocaría fuera del conjunto de las mujeres a quienes se considera bellas.

Su obra fue espectacular.

De acuerdo con los enterados, Hadid alineó en las filas del deconstructivismo —what ever that means— y fue, sin duda alguna, uno de los personajes más influyentes de la arquitectura moderna. Para ejemplificar la relevancia de su figura baste citar un dato: sólo ella y la japonesa Kazuyo Sejima han ganado hasta ahora el premio Pritzker, considerado el “Nobel de la Arquitectura”.

Un apunte adicional: Hadid ganó el premio en solitario —en el año 2004—, mientras Sejima debió compartirlo con su compatriota Ryūe Nishizawa, en el año 2010.

No soy sino un observador de la arquitectura. En ésta, como en casi cualquier otra rama del conocimiento, mi ignorancia es bíblica, razón por la cual no podría —y por ello no lo intentaré siquiera— explicar los elementos técnicos según los cuales la obra de Hadid es merecedora de la admiración y reconocimiento planetarios.

Las pocas cosas de la arquitectura a cuya comprensión puedo arribar se las debo a la generosidad de un joven y talentoso arquitecto local, Parménides Canseco, quien tiene la paciencia de contestar la andanada de preguntas con las cuales le bombardeo cuando la ocasión nos reúne.

Pero soy un contemplador atrevido y puedo decir, con absoluta convicción, que los trazos de la señora Hadid son de una calidad colindante con la perfección; las líneas de sus diseños confirman el acierto del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, quien llamó a la arquitectura “una música congelada”.

La vocación de Hadid por las líneas curvas evoca al inmortal Gaudí y, sin duda, también hace bueno el pronóstico del genio catalán al referirse a los arquitectos del futuro como “imitadores de la naturaleza, porque es la forma más racional, duradera y económica de todos los métodos”.

Los proyectos de su autoría que han sido convertidos en realidad se encuentran esparcidos por el mundo, aunque prácticamente todos habitan en Europa y Asia y sólo uno de ellos, el Centro de Arte Contemporáneo Rosenthal, puede admirarse en los Estados Unidos.

Dos en particular espero poder contemplar algún día: el Heydar Aliyev Center, de Bakú, Azerbaiyán y el Palacio de la Ópera de Catón, China. Pero la corta lista es sólo para ejemplificar. En realidad me encantaría poder contemplar todos los proyectos de esta extraordinaria mujer, algunos de los cuales se encuentran actualmente en proceso.

Por lo demás, me habría encantado no enterarme de su existencia el mismo día en el cual cesó, sino haber podido estrechar su mano alguna vez y declararle mi rendida admiración.

¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3