Montaigne, la serenidad
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Montaigne, la serenidad
En medio de este ya enajenante y demencial torbellino de la publicidad que los medios hacen de personas y partidos políticos cuyo objetivo es alcanzar el poder en México; en el ojo turbio de un huracán en el que sin remordimiento alguno se abisma la conciencia de nuestra clase política; en el centro de un eterno partido de futbol que se ha convertido, por el momento, en un inmejorable distractor social, me encuentro con el escritor francés Michel de Montaigne (1533-1592).
El inventor del “ensayo” como género literario moderno fue, lo mismo que todos, víctima de su época: estuvo cerca del poder, se alejó de él para escribir en soledad, regresó momentáneamente para complacer las necesidades del Príncipe, viajó, padeció el “mal de piedra” y al final decidió encerrarse en su torre-biblioteca para escribir sus ensayos.
Su padre, un acaudalado señor, pudo brindarle una educación bastante sólida, sin descuidar el conocimiento que el joven Montaigne debía tener del campo, la hacienda, los negocios y todas esas cosas que permiten continuar con una vida acomodada aunque plena de trabajo.
Los comentaristas y estudiosos de su obra lo califican de “escéptico”, pero uno puede hallar la chispa de la pasión cuando habla de la amistad, por ejemplo, de la soledad, de la educación o de la tristeza, entre tantos de los temas que tocan sus ensayos, aderezados con innumerables citas de autores griegos y latinos.
Son estas citas las que parecen temer muchos de sus lectores. Montaigne fue un humanista: su cultura bebía en las fuentes originales, sí, pero también conoció la vida. Y así, vida cotidiana y libros constituyen el entramado sobre el que el autor edificó esta arquitectura de espléndidas especulaciones salpicadas de las de otros, sus maestros grecolatinos.
Por lo demás, las actuales traducciones de los “Ensayos” suelen incluir la versión en español –o en el idioma correspondiente- de las citas que Montaigne trae a cuento. De manera que podemos seguirlo sin problemas.
Muchos escritores admiran estos “Ensayos” por la libertad y la “sinceridad” que se advierte en ellos. Montaigne se nos presenta, sin proponérselo, como un hombre que se encuentra más allá del bien y del mal, como un señor que ya viene de regreso. Cuando uno se entera de algunos detalles de su vida, sabe que no es así: entre líneas, y a veces expresamente, el autor abre su corazón para nosotros.
Muchos nos preguntamos si estos “Ensayos” empezaron siendo sólo comentarios en torno de citas de autores grecolatinos que el escritor admiraba o si acudía a ellos cuando el tema que desarrollaba lo requería. ¿Importa cuál es la verdadera versión? Sí, supongo que importa a los especialistas. A los lectores, el resultado: sus “Ensayos”.
La gran pregunta que rigió la vida y la obra de Montaigne fue: “Que sais-je?” [¿Qué sé?]. Me parece una pregunta socrática y una que todos debiéramos hacernos, a partir del momento en que tenemos conciencia de que somos y estamos en el mundo. Una respuesta auténtica bajaría los humos a más de cuatro.
Sólo con echar un vistazo al índice de sus “Ensayos” nos enteramos de que los temas de sus reflexiones son muy variados. Si no hay una versión de papel a la mano, se puede consultar la de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. He aquí algunos de ellos: la tristeza, la ociosidad, la mentira, la moda en el vestir (!), la cobardía, el miedo, la imaginación, la pedantería, la soledad, “la codicia de la gloria” y muchos más.
Me detengo en el Capítulo XIX del Libro I: “Que filosofar es prepararse a morir”. El autor inicia su cavilación ensayística con este enunciado: “Dice Cicerón que filosofar no es otra cosa que disponerse a la muerte…”. No lo cita directamente; lo hace de manera indirecta, pero el efecto es rotundo. Este efecto nos prepara no sólo para lo que vendrá sino para comprender, desde otros ángulos, lo que hasta ese momento habríamos leído de su libro.
Con Montaigne, como con los poetas y cierto tipo de artistas, es necesario encontrar “la frecuencia”, “el código” adecuado; si no, será difícil entrar en su mundo. Cuando en este ensayo Montaigne habla del “deleite”, “la virtud” y otras nociones, necesitamos remontar un vuelo virtual hacia otros tiempos y latitudes, pues hoy esos conceptos no tienen el mismo sentido que en Grecia, en cierto periodo de Roma o en la Edad Media. Pero se trata menos de un ejercicio de erudición que de imaginación. Termino con unas líneas del propio Montaigne:
“En medio de las fiestas y alegrías tengamos presente siempre esta idea del recuerdo de nuestra condición; no dejemos que el placer nos domine ni se apodere de nosotros hasta el punto de olvidar de cuántas suertes nuestra alegría se aproxima a la muerte y de cuan diversos modos estamos amenazados por ella. Así hacían los egipcios, que en medio de sus festines y en lo mejor de sus banquetes contemplaban un esqueleto para que sirviese de advertencia a los convidados: “Imagina que cada día es el último que para ti alumbra, / y agradecerás el amanecer que ya no esperabas”. [Horacio, Epíst. I, 4, 13].