Mirar hacia arriba

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Mirar hacia arriba

Hemos vivido unas semanas con altibajos, determinados por los recuerdos de navidades anteriores y los deseos de revivir su pasado, entre la libertad de las fiestas anteriores y el confinamiento de las fiestas presentes, tan llenas de cuidados familiares pero intocables, de alegrías anteriores desbordantes y miedos presentes, limitantes de la cercanía humana, de la intensidad amorosa del encuentro familiar por un distanciamiento que transformó los abrazos en contagios.

Solamente permaneció constante con sus latidos el amor familiar, fraterno, conyugal, dibujado en sonrisas, miradas y atenciones especiales. Sin embargo las condiciones que imponía la pandemia no diluyeron la Fe en el misterio de Dios que se hizo hombre, que caminó desde su eternidad para “poner su tienda entre nosotros” y volverse un ciudadano de nuestra humanidad. 

Esa Fe que vive muy escondida en el corazón de niños y abuelos, desapercibida en el pensamiento de jóvenes y adultos, es una fuerza desconocida, invisible e invencible que radica en el sótano humano y aparece no sólo en Navidad, sino en  los tiempos imposibles, cuando afloran los milagros increíbles para las estadísticas y los cálculos que diseñan el futuro a su manera.

Este año el coronavirus nos ha traído la enfermedad y la muerte, nos ha despojado de todas las pretensiones ilusas, que también ejercían su dominio en la cultura navideña, pero también ha calcinado los escombros de una felicidad estéril. La energía de la Fe nos ha iluminado el valor precioso de lo trascendente, lo que no se acaba con una fiesta, sino que nos hizo mirar hacia arriba y descubrir lo que nos sustenta, el oxígeno divino que respiramos cada segundo de nuestra vida.

El coronavirus no tiene el poder de robarnos el oxígeno de la tierra. Ese poder lo tenemos los humanos y lo estamos contaminando de manera estúpida. Sin embargo tiene el poder de calcinar nuestros pulmones y robarnos el poder de respirar.

Esta cuesta de enero tiene una pendiente muy vertical. Necesitaremos mucho más oxígeno que en el pasado. No sólo necesitaremos dinero sino salud. Tendrá que ser una salud vigorosa, inteligente pero sobre todo trascendente de miedos y pesadillas mágicas, de conflictos y necesidades estériles que roban la esperanza de trascender y vivir.

Si reducimos nuestra mirada a lo que nos rodea, a lo transitorio que se desvanece con un virus económico o político, a las ganancias que se pierden de un día a otro, estaremos construyendo una esperanza en la que no creemos, una  mera ilusión que no genera energía vital.

La esperanza como el oxígeno, radica arriba, es tan invisible como la Fe, pero es tan sólida y trascendente que produce milagros. Solamente requiere que la busquemos permanentemente y que no nos la roben las fantasías ilusas o las falsas promesas que abundan sobre todo en los tiempos de pandemia. Con esa esperanza podemos escalar las cumbres de la montaña.