Mirador 31/01/16

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Mirador 31/01/16

El ajedrez es un arte.

Es una ciencia.

Y es, sobre todo, una tortura.

Yo solía jugarlo. Hubo un tiempo en que las noches se me iban de claro en claro y los días de turbio en turbio ante el breve, infinito campo del tablero. Esa pasión me la pasó mi padre, a quien jamás pude vencer. El día -glorioso día- en que le hice tablas, o sea le empaté una partida, es uno de los más memorables de mi vida, junto con el día en que presenté mi examen profesional y el otro cuando me casé.

Ya no acostumbro jugar con mi prójimo ese juego que no tiene nada de juego. Cuando mi adversario me derrotaba quedaba yo poseído por un sentimiento de humillación que me duraba días. Y cuando yo lo vencía a él –cosa peor- me llenaba de una soberbia que me duraba meses.

Ahora juego nada más con mi iPad, que tiene la indiferencia de la máquina. Si me vence no sucede nada. Y si le gano… Si le gano me lleno de una soberbia que me dura meses.

¡Hasta mañana!...