Mi nana
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Mi nana
Esta mi nana era pequeñita de cuerpo, y delgada como una espiga. Parecía una niña entrada en años. Por las tardes, a la hora de la siesta, juntaba dos sillas, se acostaba en ellas y dormía hasta que la casa volvía a despertar.
Me arrullaba con cantos de la iglesia. Por ella los aprendí; por ella los recuerdo ahora que nadie los canta ya:
Altísimo Señor,
que supisteis juntar
a un tiempo en el altar
ser cordero y pastor...
Estaba yo con mi nana aquella tarde en que de pronto se escuchó un estruendo sordo. Se había caído la cúpula del templo de San Juan Nepomuceno. Dijo ella:
-¡Alabado sea Dios!
Salimos a la puerta y vimos venir a Lucita y Mariquita López, más pálidas que nunca. Iban llegando ya a San Juan, contaron, cuando la cúpula se vino abajo. Sus negros vestidos estaban grises por el polvo que levantó el derrumbe.
En la familia se contaban cosas de mi nana que yo no comprendía. Se la robó un jefe revolucionario, en la villa de General Cepeda, cuando ella no cumplía aún los 13 años. Su familia la vio irse como se ve un papel arrastrado por el viento. Fueron todos a la estación del tren; ella los miró, y con sonrisa triste les dijo adiós con la mano desde la ventanilla del vagón. Su padre le dijo a su mamá, que lloraba sin hacer ruido:
-Mejor hubiéramos tenido puros hombres.
Regresó a los dos años, con un niño en los brazos. Llamó a la puerta de su casa, como una extraña, y cuando su madre abrió ella se arrodilló en la acera para pedir perdón. La señora se arrodilló con ella, se abrazaron y lloraron las dos ahí, en plena calle.
Después se ocupó de criada en casa de mis abuelos maternos. Una y otra vez les contaba su historia a las hijas de sus patrones, y una y otra vez la repetía para las visitas, que la escuchaban con los oídos bien abiertos y los ojos más.
-Cuando llegamos a la Capital nos hospedaron en el palacio de Chapultepé. A Pancho y a mí nos tocó dormir en la cama de una señora que se llamaba Carlotita.
-Cántanos una canción -le pedían las muchachas en voz baja, de complicidad. Esperaban oír uno de esos cuplés picosos que se cantaban en los teatros de la Capital. Y ella:
Altísimo, Señor,
que supisteis juntar...
-¡Anda, tonta!
Pasó el tiempo, y mi abuela la prestaba a aquella de sus hijas que salía embarazada. Ella se hacía cargo de la casa, y asistía al doctor Farías en los partos. Recibía a la criatura de manos del doctor; la liaba con destreza como a pequeña momia y le ponía un gorrito. Si la recién parida no tenía leche ella buscaba una nodriza entre sus numerosas conocencias. Fue nana de todos nosotros. A todos, decía ella, nos cargó. Anunciaba en el vecindario, casa por casa, nuestro nacimiento:
-Que dice doña Carmen -o doña Beatriz, o doña Adela- que ya tiene usted un nuevo criado a quien mandar.
En la cocina de nuestra vieja casa puse, en azulejos hechos por los hermanos García, los nombres de las santas mujeres que siendo criadas nos criaron. Ahí está el nombre de Lucía.