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Mi calle

Es el mes de marzo y el calor me derrite la piel entre las costillas.

Llevo el corazón a galope y un tatuaje recién hecho que punza en mi antebrazo izquierdo.

Camino para llegar al metro Colegio Militar y pienso que la calle es un estado fisiológico.

Estoy cansada, estoy sana, estoy hambrienta, estoy calle.

En esta ciudad, al menos para mí, estar calle es estar alerta, estar con los sentidos sobre estimulados como cuando fumas un porro de marihuana.

Conozco bien la zona, estudié la vocacional en la ciudadela y viví en la colonia Santa María la Ribera. Qué curioso que ahora esas avenidas con sus olores, sus colores y su ritmo, ya no sean mías.

Decía mi calle cuando viví en Ecatepec y pronunciaba igual cuando me mudé a Tlalpan y a Coyoacán, en Azcapotzalco también bauticé mi calle al rectángulo de asfalto que contenía mi casa.

Todas fueron mi calle, ahora todas son mis ex. Me cambié hace seis meses a mi nueva calle que está a diez cuadras de la anterior, por increíble que parezca aquel ya no es mi barrio, todo acabó entre nosotros a pesar de seguir en la misma colonia. Enraizarse en un rincón de la ciudad para luego mudarse es otra forma de amor y desamor pero sin sexo. Tiranía pura.

Hay una edad, malditos años que se cuelan sigilosos y corrosivos transformando cada experiencia, en la que todo te parece una historia repetida. Pienso, de regreso en los alrededores del Colegio Militar y la Normal, que si alguien ha capturado una imagen de nosotros los paseantes, dentro de setenta o cien años la subirá a un sitio de fotografías retro de la ciudad y yo seré la impertinente señora antigua que camina con jeans ajustados y usa tenis converse a pesar de su edad, los millennials —ahora rabiosamente jóvenes—  que caminan junto a mí, aparecerán en esa foto retocada con un filtro ocre y la generación innombrable de ese futuro se burlará de mí y también de ellos y sus barbas a lo Tolouse-Lautrec que les da una apariencia de enanos de circo. Algo de ridículo tendremos todos en la imagen vintage, algo de simpático también, mucho de vital. No sé.

Es el mes de marzo del año 2017. Salí de una reunión de trabajo y no quise volver a casa, elegí caminar bajo el calor infame, entre la música de los mercados que sorprende desparramando sobre los sentidos un estado de ánimo tropical cuando retumba la huaracha sabrosona y luego empuja a una malograda nostalgia empalagosa de baladas pop tan simples como repetitivas.

Qué calor, cuánta gente, cuántas flores machacadas en las aceras, cuánto ruido. Es marzo y el calendario está lleno de efemérides importantes. Ahí está el mundo con su estridencia, sus celebraciones y su desmadre: que si el natalicio del extraordinario Gabriel García Márquez, que si el día de la mujer… y yo, confieso, esta vez me siento indiferente a todos los llamados.

Es marzo del año 2017 y hace tres días murió mi padre.

Qué inoportuno, señor Murillo, venir a morirse justo cuando acababa de conocerlo. O qué oportuno, corrijo. Qué buen tino, papá.

Me pregunto cuántos de la futura imagen retro hemos salido a caminar nuestra primera muerte determinante.

¿Por qué salí a la calle? Creo que lo comprendo de pronto. Vine a llenarme de calle porque soy hereje y no tengo una iglesia para refugiarme, porque esta ciudad es mi templo y mi tierra prometida.

No imagino mejor lugar para honrar la muerte de mi padre.

 
@AlmaDeliaMC