Mi bemol, siga

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Mi bemol, siga

Imaginemos que un locuaz y melómano dictador ordena retirar los semáforos luminosos y colocar unos acústicos, de manera que, en lugar de rojo, amarillo y verde, sean do, sol y mi bemol. Naturalmente, el caos está garantizado, ya que solo una de cada diez mil personas, aproximadamente, sabrá cuándo detenerse y cuándo avanzar. 

Tanto la fisiología de la visión como la de la audición permiten distinguir variaciones en las longitudes de onda luminosas y sonoras, respectivamente. El cerebro traduce las primeras como colores y las segundas como tonos. Sin embargo, los mecanismos no resultan perfectamente análogos, pues, mientras que la mayor parte de la humanidad no tiene dudas sobre el color de los cuervos, muy pocos reparan en que el tono de “marcando” del móvil es, en muchas ocasiones, un la bemol. 

¿Significa esto que la visión es mejor que la audición? De ninguna manera. Su función es simplemente la más conveniente para la supervivencia de la especie, o, parafraseando a aquel eximio filósofo mexicano: los ojos sirven para lo que sirven y no sirven para lo que no sirven. Lo mismo aplica para los oídos. 

Prácticamente todos los miembros de la especie humana son capaces de detectar las diferencias entre las longitudes de onda sonoras, pero de manera relativa, es decir, será sencillo distinguir las variaciones de frecuencia siempre y cuando haya tonos de referencia. De hecho, toda la música está basada en esa habilidad perceptiva. Sin embargo, un número muy reducido de personas va más allá de la habilidad de notar meros cambios en las frecuencias y son capaces de determinar su altura precisa. A esta cualidad se le llama “oído absoluto”. Los que la poseen sabrán cuándo pisar el freno en el país dominado por el dictador locuaz. Un ejemplo: mientras que los “relativos” escuchan “tarararararatarara...”, los “absolutos” oyen “mi re# mi re# mi si re do la...” cuando el pianista toca “Para Elisa”.

Casi todas las personas con oído absoluto son músicos, pero la mayoría de los músicos no tienen oído absoluto. Ello despierta algunas conjeturas, por ejemplo, que puede tratarse de una habilidad adquirida, pero también que el entrenamiento no garantiza su desarrollo. El problema es complicado y los especialistas no tienen respuestas concluyentes. Algunos opinan que es un rasgo aprendido durante un periodo crítico de la edad temprana, otros, que existe un correlato genético que lo determina, algunos proponen una combinación de ambas hipótesis y los hay quienes sugieren que todos nacen con oído absoluto, pero que la mayoría lo “desaprenden”. 

Es una opinión difundida la de que esta facultad no está relacionada directamente con el talento musical. Alguien dirá: “¡Por supuesto que no lo está! ¡Beethoven era sordo!”. Sí, pero la mayor parte de su vida no estuvo sordo, y de no haber tenido oído absoluto no cantaríamos la Oda a la Alegría. Mi opinión, pues, es la de Pedro Abelardo: “Sic et non”. Estoy de acuerdo en que el talento musical no se reduce al oído, y que implica otras muchas habilidades motoras, cognitivas y emocionales, pero, aunque es bueno tener oído relativo, siempre será mejor tener oído absoluto, ya que en muchos sentidos facilita y potencia otros componentes del talento musical, en particular, la memoria. Un relativo suele confiar la memorización al análisis consciente y a la automatización de los movimientos musculares, pero, en caso de titubeo, la memoria del absoluto puede intervenir diciéndole al dedo a dónde ir: ¡si bemol, bruto! Asimismo, el absoluto tendrá mejor  conciencia de la afinación, aunque ello no baste para conseguir la perfección, ya que en ese punto intervienen otras destrezas técnicas. 

Pues bien, así es el mundo; los oídos absolutos son relativamente pocos y los relativos, absolutamente abundantes. El espacio se me acaba y solo me resta pedirle al dictador que reconsidere los semáforos luminosos.