Memoria de un saltillense olvidado

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Memoria de un saltillense olvidado

A mediados del siglo XIX era Saltillo una ciudad muy pequeñita. Su ya de por sí escasa población se había diezmado en 1833 con motivo de la funesta epidemia que se llamó “el cólera grande’’, la cual dejó tras de sí mucha mortandad.

Graves problemas políticos habían turbado la paz y quietud de la ciudad en años anteriores. Saltillo tenía una recia vocación federalista, pues de estas tierras era don Miguel Ramos Arizpe, el formidable Chato, aquel chantre aguerrido que llevó a las Cortes de Cádiz la voz de los norteños y que gustaba de ser llamado “El Comanche’’ por la intransigencia que ponía en sus opiniones. Así, cuando Santa Anna anuló la república federal y la cambió por centralista, Saltillo entró en pugna con Su Excelencia, y de ahí le vinieron males de todo orden semejantes a los que caerían actualmente sobre cualquier ciudad de México que se indispusiera con el presidente de la República. Ni pensarlo; Dios nos libre.        

Mucho afectaron a Saltillo también las zozobras derivadas de los movimientos que hacían los texanos para separarse de México y buscar convertirse en república a fin de incorporarse luego a los Estados Unidos. En 1836 estuvo Santa Anna en la ciudad, y sus ingenieros levantaron el más antiguo plano que se conoce de mi ciudad, hecho el año de 1836. Encontré una curiosa nota correspondiente a ese tiempo, nota en la que se hace una alabanza del clima saltillero: “... Es tan excelente y salutífero el ambiente de Saltillo, que de cada 100 niños que nacen únicamente 35 mueren dentro del primero año de vida...’’. “¡Si eso sucedía en una ciudad de ambiente sano, que no sucedería en las demás!

Santa Anna impuso como gobernador de Coahuila a don Rafael Eca y Múzquiz. A pesar de su padrino fue don Rafa un buen gobernante. A él debió mi ciudad el primer alumbrado público que tuvo: en 1836 se instalaron en las calles citadinas 150 farolas de gas. Ya quisiera yo una de ésas en la esquina de mi casa. También a Eca y Múzquiz se debió la colocación del reloj en la torre de la hermosísima capilla del Santo Cristo, reloj cuyas campanadas han regido durante muchos años, y siguen rigiendo todavía, la cotidiana existencia de quienes sin merecerla gozamos la fortuna de vivir en esta bellísima ciudad.

En 1841 fue el ataque de los indios a Saltillo. Ahí murió el señor Goríbar, víctima de una lanzada que lo atravesó de lado a lado. Era magistrado del Tribunal de Justicia don José María, y su muerte fue sentida por todos. Menos por los indios, claro.