Medio siglo de La Pandilla Salvaje
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Medio siglo de La Pandilla Salvaje
La metáfora
Antes que el hoy celebrado Tarantino estuvo John Woo, y décadas antes que el asiático, está como un canon inmortal el montaje trepidante y las balaceras en cámara lenta de Sam Peckinpah (Fresno, California, 1925-1984). Podríamos incluso derivar las grandes cintas y nombres de acción de los noventa como una tímida glosa a la obra del californiano (La Fuga, de Tony Scott; Contracara, de John Woo; Dobermann, de Jean Kounen o El perfecto asesino, de Luc Besson). Incluso, casi toda la primera obra y estética de Robert Rodríguez, desde El Mariachi hasta Planet Terror, puede leerse también como un homenaje y continuación a la estética sucia y la temática de una de las películas más bizarras de Peckinpah: Tráiganme la cabeza de Alfredo García, también filmada en las afueras de Torreón, ciudad donde el director le gustaba emborracharse con caballitos de Tequila, en el año de 1974.
De temperamento irascible y alcohólico, tachadas sus tramas como misóginas y de una violencia sin concesiones, sus críticos lo apodaron “Bloody Sam”. Muchos países prohibieron sus películas. Es famoso el episodio de la censura franquista sobre casi toda su obra. Pero el director amaba México. Tanto, que las cintas más importantes de su obra las realizó en nuestro país. Se enamoró y fue esposo hasta su muerte de la actriz mexicana Begoña Palacios. Gustaba de la música ranchera. Tuvo una hija a la que bautizó como Lupita.
Áspero y controversial, en su épica hubo espacio para la metáfora; aunque su obra cumbre abre y cierra con una matanza (uno de los tiroteos más largos en la historia del género), se impone una primera imagen: mientras los pistoleros arriban al sitio final de su destino, en primer plano, unos niños mexicanos se divierten peleando un alacrán contra una horda de hormigas.
Coahuila y el western
Lo que ya se sabe: la crisis de la industria y el género a finales de la década del 50 derivó a obras emergentes que buscaban bajos costos y otros discursos narrativos. Lo que el desierto español de Almería fue para el Spaghetti western, lo fue Durango para el subgénero en los 60. Desde que Raoul Walsh interpretó a un joven Pancho Villa (1914) hasta Bandidas (2004), se rodaron en la región más de 150 películas. Y de ahí a las estepas laguneras y el río Nazas. Y también Parras.
El rodaje empezó el 11 de marzo de 1968 (los preparativos y trabajos abarcaron de febrero a mayo), y tuvo locaciones como el arroyo El Durazno, la Plaza de Armas de Parras (gran parte de los pobladores participaron como extras) y la hermosa Hacienda de Ciénega del Carmen, guarida del terrible General Mapache (El Indio Fernández, insuperable) fue elegida como escenario del tiroteo final. Trabajaron también otros actores mexicanos como Jorge Russek, Alfonso Arau y Aurora Clavel.
No gastaré este texto en ponderar los incontables valores estéticos, estilísticos y discursivos de La Pandilla Salvaje. Ambientada en plena Revolución mexicana, el conflicto mayor que articula esta historia es un asunto de zeitgeist: el crítico español Rafael Narbona lo ha dicho mejor: “Los cambios históricos suelen arrojar a los márgenes a aquellos individuos mejor compenetrados con su época, ya sea porque se identifican con sus valores o porque se han acostumbrado a violarlos con cierto éxito”. Así, más que una western crepuscular o historia sobre el fin de una época, la cinta es un duro epílogo a hombres “fuera de época”, héroes acabados luchando contra el cruento presente: una temática que se volvería constante en la narrativa norteamercana por venir. Pienso, por ejemplo, en No country for old men (2005), de Cormac McCarthy, o la maravillosa diatriba contra la Norteamérica de la pobreza, el despojo, la vejez y la deuda en Hell or highwater (Taylor Sheridan, 2016). La historia de los bandoleros decadentes, antihéroes lo mismo crueles que leales, es también un alegato contra la modernidad: los asesores alemanes del General Mapache ponen el fiel en la balanza y estrenan contra sus enemigos -aún antes de la Primera Guerra- una desconocida y terrible ametralladora. Alguien dijo una vez que el buen western no es más que remedo de la tragedia griega: los siete de la Pandilla son Los siete contra Tebas. Y sobre la vida y la muerte como un imparable relevo (“El tiempo es un círculo plano”, dijo Nietzsche, recién citado en Toy Story 4): su líder, Pike -William Holden- muere por el disparo de un niño.
Epílogo
La cinta de Peckinpah tuvo un destino curioso: estrenada el mismo año que Butch Cassidy & Sundance Kid, contraparte y glamoroso reverso con las superestrellas Paul Newman y Robert Reford –que arrasaran en los Oscar, incluso hasta en la categoría de mejor canción–, sus valores y aportaciones se fueron aquilatando con el paso del tiempo. Hoy, su discurso y factura ha generado incontables documentales y estudios a su respecto: A simple adventure Story. Sam Peckinpah & México (2004), libros: Grupo salvaje. El libro del 50 aniversario (Ramón Alfonso et al) o Peckinpah, a portrait in montage, de Garner Simmons…
¿Y en Coahuila? Bien, gracias.
Y ni el fracaso, ni el alcohol, la taquilla o los ávaros productores detuvieron el furor del norteamericano: en 1971 volvió de la mano de Dustin Hoffmann con la controversial Perros de paja, y un año antes de su última película en nuestro país (Tráiganme la cabeza de Alfredo García, (1974) volvió a la región para hacer su enésimo western mexicano. En las afueras de Durango, el Nazas y paisajes coahuilenses erigió junto a James Coburn, Katy Jurado y Kris Kristoferson Pat Garret & Billy The Kid ( 1973).
Un longevo maestro normalista nativo de Parras que solía ser mi amigo, llegó a contarme una remota visión de niño: un trío tan insólito como ebrio avanzando a tumbos de noche por las calles de su pueblo: el protagonista Kristofferson, El Indio Fernández y otro que en la cinta aparecía sin nombre y sin revólver, más bien con una guitarra: un joven cantautor llamado Bob Dylan.
Con los años, la bonanza del cine en la región vino en declive: las últimas superproducciones filmadas total o parcialmente en suelo coahuilense fueron aquel sicotrópico western llamado Blueberry (2002); una curiosa película con el futbolista francés Eric Cantoná metido a boxeador (Mookie, 1998, filmada en Santa Teresa de los Muchachos); Como agua para chocolate en Acuña y Piedras Negras o una secuencia de No es país para viejos de los Coen, también en Piedras.
Pero ahí no terminó todo, porque hay obras que son para siempre: se cuenta que en 1973, el director de Pat Garret & Billy The Kid necesitaba una canción para el tiroteo final. No conocía mucho la música ni la popularidad de aquel muchacho. Lo había llamado porque gustaba a sus hijos. Una versión cuenta que su amigo, el guionista Rudy Wurlitzer, lo había invitado para colaborar en la banda sonora y un mínimo papel secundario.
La leyenda agrega algo más: que el duro director le explicó brevemente la escena final que necesitaba ambientar. El músico lo escuchó en silencio, se retiró a su tráiler y al poco tiempo volvió con su guitarra para mostrarle: la historia estaba cantada –contada- desde la perspectiva de un pistolero moribundo, un hombre que mira apagarse lentamente su vida, pidiendo que pongan sus armas en el suelo: aquella canción se llamaba Knockin´on Heaven´s Door.
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