Más acá del Bien y del Mal

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Más acá del Bien y del Mal

Tal parece que todos somos hombres buenos y que cuando se trata de exponer o confesar nuestras maldades casi no encontramos ninguna. Hasta el criminal más flagrante encuentra alguna justificación a sus actos. Allí, obviamente, es cuando el lenguaje fracasa porque pone en la boca de un ser atroz e imperdonable alguna clase de retórica cuya intención es exonerarse a sí mismo de sus actos deleznables. La gente común (¿hay otra clase?) no cree que los abogados persigan el esclarecimiento de la verdad, sino más bien sospecha que ensayan el solapamiento del delito y de la rapiña según convenza a sus intereses: ejercen el poder de las leyes para llevar adelante sus casos, pero no existe una ética o búsqueda de una verdad moral, común o civil, que los forme y los coloque del lado de quienes son inocentes.

Marcelino Menéndez Pelayo, el célebre polígrafo español, escribió que la obra más importante y elogiable de Pérez Galdós fue “Fortunata y Jacinta” (hoy la holgazanería reinante hace imposible su lectura) en cuyas páginas “la vida es tan densa, tan profunda a veces la observación moral, tan ingeniosa y amena la sicología o como quiera llamarse aquel entrar y salir por los subterráneos del alma”. Cuánto me gustaría observar a México con aquella sabiduría y tranquilidad, y poseer la voz franca, valiente y sencilla del Pérez Galdós que escribió sobre el Madrid del Siglo 19 (entre 1868-1875), pero en mi caso no logro evadir la decepción y sobre todo la amargura. 

Una desazón que me hace exclamar: “Vivimos en una tierra moralmente baldía”.

La constante muerte de periodistas en México no es ya un escándalo social de enormes proporciones, sino un hoyo negro, una grieta inmensa en la moral pública. En un futuro lejano y en caso de que exista algún tipo de supervivencia inteligente, entonces los ciudadanos de aquel tiempo venidero se burlarán de nuestras leyes pueriles y conservadoras del mal, de los legisladores y de su incapacidad de dotar de una estructura legal, conveniente y real a la relación ciudadana. Se preguntarán ¿por qué no se legalizó y controló el uso de las sustancias por entonces prohibidas? ¿Por qué se prefirió la matanza comunal, el crecimiento del crimen, la muerte de los periodistas en vez de crear leyes inteligentes que regularan las drogas y amenguaran el poder de los criminales? Ya Quevedo en el Siglo 17 decía que detrás del “diablo” del chocolate y el tabaco que entraron a España venía el diablo del cohecho y de los ladrones. No hemos aprendido nada. El juicio de futuras generaciones más dotadas éticamente (si es que tal retórica existe) será en todo caso implacable. Hoy, por ejemplo, se discute en México si el ejército debe entrar o salir, elevarse o enterrarse para contener a los grupos más poderosos del narcotráfico, pero no existe la reflexión pertinente acerca de si las leyes con que contamos son adecuadas a la realidad vivida y si el narcotráfico no es consecuencia de las mismas leyes y de que probablemente el binomio educación-regulación de los vicios ya no puede ser llevado a cabo, pues se ha empujado a la sociedad a grados denigrantes en su capacidad reflexiva o convivencial.

Umberto Eco, en su libro “El superhombre de masas” hace la diferencia entre la novela popular y la novela problemática y dice que la primera tiende a la paz, al final feliz y al reconocimiento del Bien sobre el Mal; en cambio, en la segunda, en la novela problemática, el lector queda en guerra consigo mismo, ya que la idea del Bien es deteriorada y puesta en duda: aquí uno no se conforma y la esperanza de que el Bien se imponga se desvanece. (Cuando me preguntan cuál es la diferencia entre la novela y la realidad me apresuro a responder: “Yo creo que es exactamente la misma cosa”. Las diferencias las inventan, en este tema, los oportunistas).

Tal como en la descripción de Eco, yo tiendo a creer que en la novela popular (es decir, en la vida común, popular, normal) existe, incluso soterrada, la esperanza de que el Bien se haga presente tarde o temprano, sea por la aparición de un rey bueno y justo, o porque simplemente el destino nos será más amable luego de tanta desgracia sufrida; en cambio, en la novela problemática (la vida educada, las minorías, el arte y el pensamiento) el ánimo se ensombrece cada vez más hasta grados en que la esperanza del Bien llega a parecer ridícula y banal. Me gustaría insistir en el hecho de que el ser humano tiene derecho a recuperar su vida de la cárcel social a la que ha sido arrojado, sea a través de las lecturas, del ejercicio crítico o de la construcción individual de sus ideales. Imposible, claro, la novela popular se impondrá y el remedo de ciudadano que, en su gran mayoría, habita la aldea global (como se le llama pomposamente al súper mercado de golosinas y entretenimiento actual) ya no puede tomar decisiones personales, pues ha sido desquebrajado como unidad civil. No crean, estimados lectores, que me he convertido en un Plotino contemporáneo. Estoy tan confundido como ustedes (pido perdón a quienes lo saben todo), sólo que no encuentro señales de mejoría en la enfermedad que nos acosa como país y tal vez busco una salida utópica a la oscuridad reinante. Al menos Quevedo me acompaña.