Mary, Frankenstein y un corazón

Usted está aquí

Mary, Frankenstein y un corazón

Foto: Internet.

Mary Shelley tenía 19 años cuando escribió su famosa novela “Frankenstein o el moderno Prometeo”, donde logró personificar dos de los más grandes terrores humanos de su tiempo. El primero se trata de los profanadores de tumbas. El fervor por la ciencia alcanzó momentos perturbadores. La anestesia aún no existía y los cirujanos operaban a los pacientes despiertos, con todo el dolor del mundo. Debía ser un trabajo rápido. Para ello practicaban con animales vivos y muertos. También con cadáveres de personas. No eran fáciles de conseguir, así que los doctores contrataban ladrones para que desenterraran a los difuntos. La gente lo sabía y en los funerales cuidaban al fallecido durante días completos. La idea de que los restos de familiares y amigos se utilizaran para “experimentos” causaba un pánico profundo. El segundo terror colectivo era pensar que esos “ensayos” resultaran exitosos y los muertos pudieran regresar. 

La propia Mary relata, en la introducción de su libro, el origen de Frankenstein. La historia es famosa. Ella y su esposo, el poeta Percy B. Shalley, se encontraban en Suiza con Lord Byron y John Polidori. Para vencer al mal clima se entretenían leyendo historias de fantasmas y todos se propusieron escribir alguna. La joven tenía problemas de creatividad. No se le ocurría nada. Un día escuchó a sus amigos hablar de las teorías de Erasmus Darwin, abuelo del famoso naturalista Charles Darwin, “que había mantenido un trozo de gusano en una caja de cristal hasta, por alguna causa extraordinaria, comenzó a moverse voluntariamente”. La idea de la reanimación de un cadáver llegó a la mente de Mary, quien conocía el galvanismo y sus propuestas de la vida desde la electricidad. El monstruo había nacido, pero la escritora llevó el dilema mucho más lejos.

Víctor Frankenstein no es el “científico loco” que aparece en algunas versiones cinematográficas. Es un hombre con ambiciones intelectuales, sensible y racional. Joyce Carol Oates explica que la novela es moderna porque no hay personajes buenos o malos. No hay un dios omnipotente que castigará al pecador. La batalla es de un dios “imperfecto” en lucha con su creación. “Los monstruos que creamos mediante una civilización tecnológica avanzada ‘somos’ nosotros mismos como no podemos vernos a nosotros mismos: incompletos, ciegos, malogrados y, especialmente, autodestructivos. Porque el deseo de morir es lo que predomina”, agrega Oates. Shelley predijo la decadencia de un momento histórico y por eso la criatura sin nombre continúa entre nosotros. Pronto salió del libro, habitó los teatros, los cines, las calles.

El ambiente gótico de “Frankenstein” no es una excentricidad del Romanticismo. Cuenta Esther Cross que Mary Shelley aprendió a escribir su nombre leyendo el de su madre en el cementerio. La mítica Mary Wollstonecraft, anarquista y librepensadora que defendió los derechos de la mujer. William Godwin, el padre de la niña, era un afamado literato que abogó por las mismas causas. A los 16 años, Mary se fugó con el poeta Shelley en un fuerte escándalo porque él era casado. Percy falleció en un naufragio. Antes de cremarlo, le sacaron el corazón y se lo dieron a ella. Lo guardó entre las páginas de un poema, junto con cabello y otras reliquias de sus niños muertos. Llevaba consigo el temible cementerio. A los 26 años, la mitad de su vida, escribe: “Todos mis amigos se han ido, qué pobladas están las tumbas”. Pero a diferencia del doctor Frankenstein, no padeció la persecución de su obra maestra. Al contrario, amaba la novela porque fue hecha en días felices, cuando “la muerte y el dolor” no eran más que palabras.