Martín

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ESMIRNA BARRERA
Fragmento del libro Tenebra (Seix Barral), © 2020, Daniel Krauze. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México

Mis papás y mi hermana no han llegado, así que me alivia cuando entra un trío de compañeros de la preparatoria a hacerme compañía. Bernardo, que trabaja para el presidente municipal, es el último en pasar por la puerta. Las playas no están hechas para los velorios: por cumplir con el traje oscuro todos están bañados en sudor.

Estoy consciente de cuánto pelo he perdido: un día me veré en el espejo y lo que antes era una mata castaña, casi rubia, será un toldo de calvicie cuarentona. También he engordado. El peso es una de las víctimas colaterales del divorcio. Alicia me dejó de cocinar y alimentarme se volvió una tarea en vez de un placer. Lo que haya es bueno: hamburguesas, tacos de canasta, sándwiches del Oxxo. El resultado es esta barriga que se nota hasta cuando me pongo bata y estas tetillas que cargo donde otros hombres, más jóvenes y disciplinados que yo, tienen pectorales. Comparado con Bernardo, no obstante,

yo sigo siendo el mismo. Me cuesta trabajo encontrar a mi compañero del colegio, el que presumía su abdomen cuadriculado, el de la risa aguda y contagiosa, el que me pedía que nos robáramos las cuatrimotos de mi papá para ir a ligar gringuitas. Si no fuera por su traje creería que es un náufrago al que acaban de rescatar. Tiene un fuego costroso en la orilla de la boca, los cachetes inflamados y las manos tatemadas por culpa del sol.

—Pareces Robinson Crusoe —le digo, después de abrazarlo.

—¿Parezco qué?

—Estás todo quemado.

—Échate dos días coordinando rescates al aire libre y a ver cómo quedas tú.

—¿Qué? ¿Sí estuvo muy feo?

Bernardo se lleva los dedos a la frente para sobarla. Creo que le hace falta una aspirina.

—Nueve muertos. Quién sabe cuántas familias se quedaron sin casa. No tenemos ni dónde ponerlas.

—¿Acá en el pueblo?

—En el pueblo, en el ejido, por todos lados.

¿Le digo que lo lamento? ¿O las condolencias están reservadas para los muertos a los que estás velando en ese instante? Bernardo ve el ataúd sin tristeza. No hay nada dentro. Lo señala inclinando la cabeza.

—¿Tú cómo te enteraste?

Le doy la versión larga. Lo que sea para matar el tiempo.

 

Matilda durmió junto a mí, en el extremo de la cama que antes era de su madre. Sus manos prensaban la almohada, frunciendo la tela entre sus puños rosas. Balbuceaba con angustia; incluso dormida atora la lengua en las consonantes. Algún horror infantil la asediaba: arañas, la oscuridad, extraviarse en la calle. Lo que tememos antes de que la vida nos enseñe a qué le debemos temer.

Me había despertado un sueño, benigno y confuso como los mejores sueños. Salía al balcón y me encontraba con un amanecer de ceniza y ámbar. En el edificio de enfrente, un departamento tenía las cortinas corridas.

Una mujer rondaba allá adentro, tapándose el vientre con las manos. Una ventisca me sacudió el pelo y escuché el mar muy cerca. Abajo, en la calle, rompían las olas. Entré a internet en busca de información sobre el huracán Héctor y, al no encontrar nada útil, le marqué a mi hermana. Me mandó a buzón. Lo único que me quedaba era seguir frente al teléfono. En cuatro horas tenía que despertar a Matilda para llevarla al kínder. En seis debía ir al juzgado para presentar pruebas en el juicio de reparación por daño moral que estaba llevando por parte del demandado y que voy perdiendo en tiempo récord. En ocho una cita con Arturo, tío de mi amiga Beatriz y el dichoso demandado. Mientras tanto, no tenía manera de saber cómo estaba mi familia. No pude dormir.

Matilda se bañó y vistió sin exigirme nada a cambio. A veces se niega a ponerse los zapatos si no le prendo la tele o a hacerse la cola de caballo si no le pongo su canción favorita de Katy Perry. Era un milagro que dieran las siete y ella ya estuviera en el asiento de atrás, con la mochila sobre los muslos, viendo las gotas de lluvia que se deslizaban horizontales sobre el cristal del coche.

Lleva tan poco tiempo siendo una persona —una persona con películas favoritas, comidas que odia, un

vocabulario, gestos e intereses propios— que no la conozco suficiente como para descifrar su estado de ánimo.

Los niños son una rara mezcla de clichés y especificidades. Todos quieren el mismo juguete de moda, pero sus reacciones cuando lo obtienen nunca son iguales.

Y cuando Matilda es Matilda, y no una niña intercambiable con cualquier otra, no logro entenderla. ¿Estaba molesta conmigo? ¿No le gustan los días grises? ¿Extrañaba a su mamá?

—¿Pape? ¿Verdad que no tengo que ir a comer a casa de Cynthia si no quiero? —me preguntó, mientras yo tocaba el claxon para que avanzara la fila de coches que lleva a la entrada del kínder.

—¿Quién es Cynthia?

—Una niña que me invitó a comer a su casa.

La voz displicente de mi hija es la voz displicente de mi exesposa, igual que sus ojos cobrizos y azorados, las pecas en sus hombros y la forma en la que sacan la lengua cuando un bocado les disgusta. Ver a Matlida es como hallar el rostro de tu enemigo cada vez que te miras al espejo.

—¿Y qué tiene de malo la casa de Cynthia?

—No sé. Huele raro. No tiene iPad, nunca hay postre y su mamá le pone huevo al arroz.

—¿Y ella te cae bien?

—No sé.

—Pues si no te gusta no vayas. —Nuestras miradas se encontraron a través del retrovisor—. Hay lugares que no son para uno. Seguro Cynthia encontrará alguien como ella que quiera ser su amiga.

Se sintió bien dar un consejo sin medias tintas.

—Adiós, Pape —me dijo, como me ha dicho desde que empezó a hablar, y después se bajó del coche y

corrió hacia la puerta del colegio. La lluvia en el parabrisas distorsionaba la imagen de su mochila azul, alejándose de mí hasta que desapareció detrás del portón de metal.

Cada vez que un semáforo me detenía revisaba el teléfono, buscando las mismas palabras: Héctor Cozumel, Héctor Huracán, Huracán Fallecidos. Cuando me bajé del coche, la mancha multicolor ya estaba por el golfo de México. La compasión tiene límites: me alegró que Héctor anduviera por otros rumbos.

Los juzgados mexicanos son los rincones más lamentables de la lamentable burocracia mexicana, y cualquier estudiante de preparatoria que quiera ser abogado debería visitarlos: no se me ocurre una mejor manera de reducir el número de ingresos a la carrera de Derecho.

En la oficialía de partes a veces me atiende una burócrata obesa, fanática de los tacos de chorizo, que ensucia mis documentos con huellas de grasa. A veces me atiende un burócrata tilico, su rostro prematuramente arrugado, que no deja de bostezar. Ese día me tocó un tipo de cabello abundante y canoso, con piel color papel de  estraza, que debe llevar ahí medio siglo.

—Buenos días, licenciado —me dijo, con ese letargo mexicano que hace de tres palabras una sola.

Recargué el portafolio sobre el muslo para botar la hebilla y después lo coloqué sobre el mostrador. No

olía a cuero viejo sino a frutas químicas, como goma de mascar.

—¿Todo bien, licenciado?

Le pedí que me regalara un minuto y abrí el portafolio. Sentí papel y después un grumo pringoso. Nunca compro dulces, pero quizás Irma —con ese afán suyo de darme golosinas— metió un paquete de mentas con chocolate ahí. Del otro lado de la ventanilla, el burócrata se rascaba la barbilla.

Saqué la mano y descubrí mis nudillos embadurnados de pasta de dientes. Me llevé un dedo a la boca y me supo a menta y un poco a frutas. Era la pasta de Matilda.

Y no vertió un poco dentro. Todos los documentos estaban pegados unos a otros, las hojas adheridas al fólder y el fólder al interior del portafolio. Debió exprimir el tubo entero y luego distribuir meticulosamente el contenido sobre los papeles, sin dejar una esquina limpia.

—¿Trabaja en el baño, licenciado?

—No, no —le respondí—. Mi hija. Tiene seis años.

—¿Y no quiere imprimir otra copia?

 

Daniel Krauze, (México, D. F., 1982)

Estudió la carrera de Comunicación en la Universidad Iberoamericana y la maestría en Dramatic Writing en la Universidad de Nueva York (NYU). Es autor de las novelas Cuervos, Fiebre, Fallas de Origen y Tenebra. Actualmente es coeditor del sitio de Internet de Letras Libres.