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Maradona
Escribo mientras escucho la pequeña serenata nocturna de Mozart, la obra para cuerdas que todos, sea que viajen en microbús o en un vuelo espacial, debieron haber escuchado alguna vez. Son las 2 de la mañana del año cero, día tres después de Maradona. La música me despierta unos ánimos extravagantes, quizás debido a su jovialidad, su gentileza y libertad. Y siempre me resulta demasiado breve. La sonata no me permite concentrarme más que en mi propio júbilo y temo que las notas se marchen y vuelva yo a caer en el pantano de mi sangre espesa y en la pantomima mal representada que delatan las noticias que intentan dar cuenta de ella.
La muerte de Maradona ha sido un suceso cruel, puesto que uno llega a pensar que algunas personas no morirán jamás. El jugador más versátil, pícaro y procaz que vi en un campo de juego (no logro compararlo con nadie, excepto con Michel de Montaigne, quien también murió a los 60 años). Diego se entregó a una vida demasiado humana —más que cualquier talentoso profesional globalizado—, una vida que había comenzado en esa tumba prematura, la pobreza, de la que muy pocos logran escapar con tanta naturalidad. Si bien para muchos la muerte del Pelusa ha sido una tragedia, para mí fue una sorpresa verlo jugar con tanta finura su último partido: marcharse a tiempo. El médico griego, Alcmeón, sostuvo que los hombres deben morir porque no han aprendido a, ni están en condiciones de, reunir el final con el comienzo. Su miedo a la muerte se transforma en angustia; por una parte, los torna cínicos, y por otra los mantiene en un estado de desasosiego que no les permite respirar. "Soy un paréntesis que no sabe cerrarse", le comento a alguien que no me escucha. Diego: reunión admirable de comienzo y fin, permitió que sus pasiones se acomodaran en la mesa a su lado y desoyó los graznidos morales que lo atacaban en su retiro como jugador. Cuando estuve en Nápoles, en 1988, me encontré una ciudad promiscua, despierta y colmada del espíritu del Pibe de Oro. Maradona había logrado ofrecer dos campeonatos a los napolitanos luego de sesenta años de ayuno. Fue correspondido; de los balcones de los barrios más futboleros, colgaban pancartas, enunciados populares que alababan al hombre que, a diferencia de sus políticos, les había llevado guerra y paz al corazón. Recuerdo la escultura de Garibaldi cubierta por una enorme manta camisa de Maradona, que el Ayuntamiento no se atrevía a retirar, por temor a un levantamiento popular. ¿Qué policía de calle no amaba a Maradona?
Existen hoy en día tantas razones para morir que es casi imposible comprender por qué las personas no vislumbran el fin como una necesidad del principio, en vez de sepultarnos con su vida puerca, molesta e innecesaria. Yo no me escapo de esta acusación, y sufro, y por eso dejo sonar a Mozart y escribo ahora con placer y sin la necesidad de ser aplaudido o comprendido. Recuerdo el último gol de Maradona en mundiales, contra Nigeria, y su retiro a causa de las pacatas acusaciones de dopaje. Se ha querido hacer del futbol un ballet de hombres educados y probos, eliminando la malicia, convirtiendo a todos los jugadores en figurines amansados, ejemplo de no sé qué juventud, en seres sin vida e inhabilitados para ofrecer a los medios declaraciones honestas y no dictadas por sus patrones y su analfabetismo; caballos de carreras pastando en el establo cuando no están ganando millones de euros en las canchas. Con Maradona muere en el futbol la malicia, la rebeldía del pobre, no del docto (ni de cierta izquierda dandy que trepada en su buenaventura quiere marcar un rumbo ético a los Pelusas del mundo). He tecleado sin corregir; a fin de cuentas, la literatura también se marcha de las canchas, heredándonos a unos barriletes de mercado cuyas letras no añaden una línea a la obra de Dostoiewski, de Kafka o de Philip Roth. Nada, ni un gol contra Nigeria, ni un gol con la mano, ni un carajo, pues.