Mahler: Concatenaciones
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Mahler: Concatenaciones
Para ilustrar uno de los temas que comentábamos en la clase, puse en la pantalla el Adagietto de la 5ª Sinfonía de Gustav Mahler. Escuchamos los 12 minutos que la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Herbert von Karajan, invirtió en su ejecución.
La mayoría de los muchachos escuchó con atención este rumoroso flujo de materia melancólica, siguió el cauce sinuoso de una melodía que aparece lentamente, se levanta, cae y vuelve a incorporarse varias veces hasta terminar, desapareciendo casi, como las olas de un mar en retirada, un mar inasible.
Pensé que muchos cederían ante la amenaza del aburrimiento, pero no fue así. Y si lo fue, no lo advertí, pues yo mismo estaba tan sumergido en la audición de aquella agónica sonoridad que tuve la necesidad de caminar hasta el ventanal para obligarme a contemplar aquellos jardines, deformados por cristales de agua.
Durante doce minutos me inventé un pasado y re-inventé muchos otros. El mar estuvo siempre ahí, meciendo sus músculos, echando hacia mí sus lenguas líquidas. Y con unos ojos que no son de carne observaba personajes abstractos, recuerdos nebulosos, aspiraciones, cosas para siempre perdidas.
Entre jirones de la memoria, recordé la serie de concatenaciones que me echaron en brazos de este Adagietto, este sortilegio que parece suspenderlo todo, salvo el tiempo y el dolor: un escritor alemán, un cineasta italiano, uno de esos amores tirados al vacío.
“La inútil invención del amor”: así debiera llamarse este encuentro, acaso también el conjunto de estas líneas igualmente inútiles. Porque en este Adagietto de Mahler escucho el desengaño, ya sospechado por el amante o por un escucha cualquiera: ese desengaño puede ser también ontológico y vital, no sólo amoroso.
El desengaño me hunde; el ánimo, vivo aún, me levanta. ¿Cuántas veces podré soportar las letales bofetadas del desengaño? Hasta ahora he tenido la fuerza necesaria para incorporarme, pero ¿podré hacerlo por mucho tiempo más? Los cellos, los violines, las violas, el harpa alcanzan su cresta, luego se precipitan en el fondo de un murmullo apenas audible.
Los corredores de una escuela preparatoria. Las entusiastas conversaciones de algunos amigos. Los descubrimientos: poetas, novelistas, compositores, pintores, cineastas. Demian, Alicia, Fausto y Gregorio Samsa caminaban con nosotros entre chicos que corren hacia sus salones de clase.
Un día tuvieron que aparecer Tadzio y Aschenbach. “La Muerte en Venecia” de Thomas Mann. Otro encuentro insólito. ¿Una reflexión platónica sobre el arte o una extraña historia de amor? Extraña para otros, no para mí. Aschenbach es un artista, un compositor, un director de orquesta. Tadzio, una idea encarnada, un ideal estético.
Qué consuelo saber que alguien sintió angustias similares. Otros me acompañaron, desde entonces y aun desde antes, en la soledad de esos años; hoy me acompañan ésos y otros más. No estoy solo, nunca lo estamos: muchos muertos están con nosotros. Alguna vez fui Tadzio; después fui un Aschenbach. Hoy, como ellos, estoy muerto. O casi.
Después Visconti: Dirk Bogarde, su metamorfosis, su patético anhelo, su amor inoperante, su acecho, su muerte frente a un mar crepuscular. La evanescente presencia de Tadzio y el no menos evanescente ambiente de una Venecia alegóricamente amenazada por la podredumbre. Silvana Mangano, su belleza aristocrática, su exquisita representación de una inminente decadencia política.
Al cabo de los años, algunos espectadores y ciertos críticos vociferan contra la cursilería de esta versión cinematográfica de Visconti. Y tienen razón: la película es cursi, deliciosamente cursi. ¿Hay algo más que decir? Sí: también es una hermosa y gran película. ¿O la “transmodernidad” es un fenómeno que migró de alguna galaxia en la que las emociones humanas no existen?
Después de años, después de Mann, de Visconti, de Bogarde, el Adagietto de la 5ª Sinfonía de Mahler sigue corriendo dentro de mí como parte del torrente sanguíneo. Gracias a esos 12 minutos Mahler me hizo conocer no sólo toda su sinfonía sino buena parte del resto de su obra. Y ése es uno de los dones más preciados con que puedo contar. No podemos quejarnos: el arte nos hace ricos; el arte nos vuelve insoportablemente millonarios.