Madame Bovary soy yo

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Madame Bovary soy yo

Para mi amigo C.

Un cruce de cartas y algunas lecturas afines, hechas en este bastante activo cautiverio provocado por la pandemia, han removido la conmoción que provocó en este escribiente la primera novela publicada por el escritor francés Gustave Flaubert: “Madame Bovary” (1857).

Mi amigo epistolar me habló de otras lecturas, todas excelentes, y de libros cuya visita había postergado hasta ahora. Una de las coincidencias fue “Madame Bovary”, una novela que estuve difiriendo desde una edad temprana por dos razones, ambas frívolas:

1) La versión con la que contaba en aquellos años era una edición española, en rústica, y lucía una portada que cada vez que la tomaba entre mis manos me parecía más banal: veía a una dama lujosamente vestida, sentada ante un jardín idílico y portando una sombrilla de color lila, si no recuerdo mal. ¿Llevaba un sombrero alambicado en su cabeza de cabellos castaños? No lo recuerdo, pero esta imagen me pareció entonces demasiado dulzona y nunca dejé de asociarla a las noveletas de Corín Tellado o de Caridad Bravo Adamas, con el debido respeto para éstas.

2) El título de la novela me parecía igualmente pedantesco. No me gustaba ese “Madame”. Y para colmo, al no saber en aquella lejana época un ápice de francés, pronunciaba /Bováry/, lo que me resultaba, no sé por qué, más chocante aún. ¿”Madame Bováry”? ¿Qué título de novela es éste? Y volvía a desecharlo para seguir hurgando en los poetas malditos, en Poe, en Hesse, en Dostoyevski…

Un día, sin embargo, empecé la lectura de aquella novela de Flaubert y no pude soltarla hasta que, bañado en lágrimas, le di fin. Busqué de inmediato otras obras del autor. Me enfrenté, poco a poco, a “La educación sentimental”, “Salammbó”, “Las tentaciones de San Antonio”, “Tres cuentos”, “Bouvard y Pecuchet” y a una correspondencia muy vasta y apasionante, sin mencionar sus obras tempranas.

No comprendí casi nada de las obras que menciono, pero la perenne compañía de Flaubert –y supongo que la vida y otras lecturas- me han ido abriendo unas cuantas puertas, no sólo para columbrar ciertos sentidos de su trabajo como artista, sino también algunos del de otros artistas de la literatura y de otras artes.

Me recriminé por no haber leído antes aquella soberbia novela. Me reproché el haberme dejado llevar por prejuicios, ésos sí banales. Me pareció absurdo haber dejado pasar la ocasión de conocer a un personaje tan entrañable, tan hermoso, tan interesante como Emma Bovary, y a todo un cortejo de personajes extraordinarios, tanto como los de Balzac o los de cualquier otro gran autor decimonónico –de los que soy tan devoto-, pero “pintados” con la maestría de un Velázquez, un Rubens, o mejor, de un exquisito Vermeer de Delft ¿o de un Courbet?

Cada obra de Flaubert costó a su autor años de investigación, de reflexión, de escritura empeñosa, de ingentes notas y hasta de viajes hechos deliberadamente para sentir “in situ” el ambiente de un lugar y una época. Una lectura resulta del todo insuficiente para entender todo lo que sucede en “La educación sentimental”, en “Salammbó” –cuya acción trascurre nada menos que en la antigua Cartago- o en el más hermético y alucinante de sus libros: “Las tentaciones de San Antonio”.

Es necesario el saber de un erudito y la sensibilidad de un poeta verdadero para comprender a un autor como éste. Llegar al centro de “Las tentaciones…”, por ejemplo, sería como querer “tocar” el centro de las “Quimeras” del inefable Gérard de Nerval, el meollo de la Segunda Parte del “Fausto” de Goethe o el propósito último de Sor Juana en su “Primero Sueño”, sólo por mencionar tres obras que rehúyen cualquier interpretación definitiva. -Pero, ¿es que hay una interpretación “definitiva”?

“Madame Bovary” es menos demandante. Si está dispuesto a “escuchar” –“quien tenga oídos que oiga”-, cualquiera puede acercarse a esta novela y leer la historia de una mujer que quiso abrazar la vida en toda su plenitud y no se encontró más que con la decepción, la crudeza de la realidad real y el dolor.

Emma se había casado con un médico pueblerino llamado Charles Bovary: de ahí su apellido. Ella quiso imaginar que se había desposado con un hombre brillante y de gran porvenir. Ella quiso suponer que sería una gran dama que dispondría de una bella mansión y acudiría a las temporadas de ópera y a las suntuosas recepciones de aristocráticos palacetes. Ella quiso soñar con un amor de verdad y sólo tuvo dos amagos, uno de los cuales…

Pero ya conté demasiado. No quiero hacer más de “spoiler”, aunque ya he contado más de la cuenta. Sin embargo, por más minucioso que fuese el relato de una obra narrativa o dramática –cinematográfica, teatral o televisiva-, jamás esto podrá equipararse al encuentro con el original. Ningún “spoiler” podrá compararse a la inolvidable experiencia de leer a un Gustave Flaubert, un Stendhal, un Faulkner, una Virgina Woolf o a cualquier gran narrador.

En el cruce de cartas del que hablé al principio, mi amigo me confesó que la lectura de “Madame Bovary” lo había conmovido hasta las lágrimas. No me extraña. Y así se lo dije en silencio: “No me extraña. Flaubert es capaz de conmover al más viril de los seres, sean éstos hombres, mujeres o quimeras”. Le confesé a mi vez la turbulencia que provocó en mí esa novela, el sacudimiento emocional del que fui víctima. Otras obras me han descoyuntado, pero “Madame Bovary” lo hizo a una edad justa para aprender lo que debía aprender en su momento. Supongo que hay hechos que ocurren justo cuando deben suceder.

Al arte se lo puede definir de mil maneras. He aquí una: el arte es una forma de conocimiento. Pessoa me hace conocer, a través de sus “otros”, los muchos “otros” que, como diría Borges, “confluyen en mí”. “Madame Bovary soy yo”, dijo Flaubert. Ninguna corriente psicológica pudo ser más exacta en su diagnóstico: Madame Bovary es Flaubert. Y que los incautos piensen lo que quieran.

Indefinible el arte, sí; también un tanto inasible. ¿Qué queda en nosotros de las “Suites para Cello Solo” de Bach después de escucharlas? ¿Qué queda, después de “contemplar” el paisaje sonoro del Adagietto de la “Quinta Sinfonía” de Mahler cuando termina? El silencio. El silencio y algo más que, sin palabras en este caso, el arte ha añadido al silencio. ¿Qué es ese “algo más” cuando, una vez cerrado el libro que contiene la historia de Emma Bovary, permanece en nosotros?

Acaso los teóricos puedan decirnos algo al respecto. Quizá Mario Vargas Llosa nos ayude a saberlo, si leemos su escrupuloso ensayo “La orgía perpetua”.