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Los republicanos votan por la impunidad
El 6 de enero cientos de manifestantes invadieron el Capitolio, la sede del Congreso estadounidense, con la intención de interrumpir el proceso de certificación de la elección presidencial. Irrumpieron en el recinto legislativo, poniendo en peligro la vida de congresistas, senadores e incluso del vicepresidente Pence. Los disturbios costarían la vida a cinco personas y dejarían más de cien heridos. Se trató de un ataque sin precedentes en la historia moderna de Estados Unidos: un conato de insurrección cuyo objetivo explícito era reventar el proceso democrático y, en su versión más siniestra, castigar a los legisladores que, de acuerdo con las motivaciones retorcidas de la turba, trataban de consumar un supuesto fraude electoral.
El terrible episodio derivó en el segundo juicio político a Donald Trump. El jurado, compuesto por el conjunto de cien senadores federales de Estados Unidos, tenía la encomienda de decidir si Trump incitó la asonada del 6 de enero. La evidencia se concentró en el discurso que Trump dio ese mismo día, en el otro extremo de la avenida Pennsylvania, arengando a sus seguidores a “pelear con todo” o correr el riesgo de “ya no tener país”. En ese mismo discurso, Trump animó a los presentes a “dirigirse al Capitolio” donde, dijo, “intentaremos darles a nuestros republicanos (…) el tipo de orgullo y audacia que necesitan para recuperar nuestro país”. Pero la evidencia fue más allá. Durante el juicio de los últimos días, los legisladores tuvieron que considerar el trayecto retórico de Trump y reflexionaron sobre las consecuencias del infundado discurso de fraude (una patraña para la que no existe evidencia) y las ocasiones en las que Trump adelantó la importancia de las manifestaciones del 6 de enero, que promovió activamente en distintas ocasiones.
La evidencia que presentaron los congresistas demócratas no dejó lugar a dudas. Durante más de dos meses, Trump insistió una y otra y otra vez en la calumnia del fraude. Usó sus redes sociales y el megáfono presidencial para mentir, asegurándole a sus millones de seguidores que había sido víctima de un robo. Los convocó a Washington el 6 de enero. Presionó en público y privado a legisladores estatales e incluso a su vicepresidente para revertir el resultado de una elección democrática. El día de la insurrección impulsó la protesta y, de acuerdo con versiones de congresistas de su propio partido, ignoró las suplicas de los líderes republicanos de proteger el Capitolio. “Bueno, Kevin, creo que estas personas están más molestas por las elecciones que tú”, le dijo Trump a Kevin McCarthy, quien encabeza la bancada republicana en la Cámara de Representantes, cuando McCarthy le llamó desesperado para que Trump hiciera algo para detener el ataque.
Una vez más, en resumen: Donald Trump inventó un fraude electoral, trató de alterar los resultados, convocó a una manifestación masiva para presionar a los legisladores en el proceso de certificación, arengó a la multitud a “pelear” y, enfrentado con la consecuencia de sus actos, se negó a hacer todo lo posible por contener un ataque sin precedentes contra el Congreso del país que gobernaba.
A pesar de la claridad de la evidencia, solo siete de cincuenta senadores republicanos votaron en contra de Trump. Fue exonerado.
Es un precedente lamentable. Si lo importante fueran los hechos, los senadores republicanos no habrían tenido más remedio que dar un golpe en la mesa y condenar a Trump. Para desgracia de la democracia estadounidense, lo que aparentemente importa a la mayoría de los republicanos en el Congreso no son los hechos. Tampoco pareció importarles el juicio de la historia, que será implacable cuando juzgue la postura que cada uno de los legisladores asumió frente a lo que tan evidentemente fue un intento de sedición.
¿Por qué los senadores republicanos votaron por exonerar a Trump? Lo hacen porque lo que les importa es el poder. Piensan en su propio futuro político, para el que necesitarán de la bendición de Trump. Piensan, pues, primero en sí mismos que en su responsabilidad con las instituciones del país al que sirven y, en últimas consecuencias, con su viabilidad democrática. Porque si el presidente puede hacer lo que hizo sin consecuencia alguna; si los que pueden imponer límites le permiten hacer lo que le venga en gana sin consecuencias, ¿qué garantiza que no ocurra algo peor en el futuro?
Pregunta indispensable para Estados Unidos.
Y para otros sitios también.