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Los republicanos se entregan a Trump
Durante cuatro años, Donald Trump sometió a la democracia estadounidense a una inédita prueba de resistencia. Dada la popularidad innegable de Trump, la gran mayoría de los políticos republicanos optaron por respaldarlo. Con tal de sortear su ira o para garantizar su apoyo a futuro, dejaron correr sus atropellos. El resultado fue una tragedia para la democracia de Estados Unidos. Como ocurre con los megalómanos intoxicados de poder, Trump llevó su pulsión despótica hasta las últimas consecuencias. Intentó revertir el resultado de la elección presidencial e inventó la patraña del fraude, envenenando a un porcentaje considerable de la opinión pública. Incluso entonces, los políticos republicanos más prominentes evitaron contrariarlo. De nuevo, Trump escaló el asunto. La progresión autoritaria trumpista ocurrió el 6 de enero, cuando, enardecido, incitó a la insurrección y la violencia contra el Capitolio. El ataque de terrorismo doméstico costó la vida de cinco personas, además de poner en serio peligro a congresistas, senadores y a Mike Pence, el vicepresidente.
La invasión del Capitolio derramó el vaso. Trump está por enfrentar un nuevo juicio político. De ser encontrado culpable, el Senado podrá proceder a otra votación que le prohibiría buscar un nuevo cargo público. Todo esto, inédito en esta secuencia en la historia de Estados Unidos, ofrece una oportunidad al partido republicano, que deberá decidir si corta el cordón umbilical con Trump o decide entregarse por completo al expresidente y a todo lo que lo anima: la política del agravio y la conspiración.
De darse, la purga deberá comenzar con un proceso público de autocrítica. El senador Mitt Romney, una de las voces más elocuentes en la denuncia de la gran mentira trumpista, ha sugerido un primer paso a sus compañeros: declaren públicamente que no hubo un fraude electoral generalizado y que Joe Biden es el presidente legítimo de los Estados Unidos. Romney no pide mucho, solo el respeto a la verdad más elemental y el rechazo explícito de una mentira flagrante. Pocos republicanos le han tomado la palabra.
Hace unos días, la minoría republicana en el Senado, encabezada por Mitch McConnell, tuvo la primera oportunidad de marcar distancia con Trump cuando la cámara alta votó para decidir si el juicio a Trump debía proceder. Solo Romney y cuatro senadores respaldaron el juicio político. McConnell y 44 colegas suyos trataron, una vez más, de proteger a Trump, aun cuando ya ha dejado la Casa Blanca.
Es una muestra clara de lo que viene: Trump podrá contender por el puesto que le plazca en el futuro y, a menos de que algo inesperado suceda, el partido republicano ha decidido entregarse a Trump y a la retórica que lo impulsa.
Basta ver el tono de los aspirantes a heredar la base electoral de Trump. Josh Hawley, el senador de Missouri, es el discípulo más adelantado. El mensaje de Hawley es claro: el partido republicano, sus votantes y políticos como el propio Hawley (como antes Trump) son, antes que nada, víctimas. Hawley y otros políticos afines a la retórica trumpista han decidido ya que lo apostarán todo a la narrativa del agravio: el otro, el inmigrante, los demócratas, los liberales, los chinos, las empresas, las redes sociales, los medios de comunicación tradicionales.
Es un escenario dantesco para la democracia estadounidense. Los republicanos podrían haber rechazado la gran mentira y apostado por una reconstrucción paulatina pero digna, lejos del gran conspirador. Parece que han optado por lo contrario. Biden, para empezar, está ya sobre aviso. Que se olvide de construir con quien ni siquiera lo reconoce. Junto con los legisladores de su partido, tendrá que decidir si insiste en buscar una reconciliación a todas luces improbable o asume que, por ahora, el partido republicano se ha levantado de la mesa. De esa decisión dependerá el futuro de su presidencia y la estrecha mayoría demócrata en el Congreso.