Los memoriosos

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Los memoriosos

Especial

Uno que fue golpeado con una piedra olvidó solo las letras; otro que resbaló desde un tejado muy alto se olvidó de su madre, parientes y vecinos; otro, estando enfermo, de sus esclavos; y el orador Mesala Corrino, hasta de su propio nombre.

Así ilustra Plinio el Viejo la fragilidad de la memoria humana en su Naturalis historia. También da ejemplos de formidables memoristas, como Ciro el Grande, Lucio Escipión, Mitridates, Cármadas o Metodoro de Escepsis.

Como castillo de naipes, la memoria, aunque frágil, puede proyectarse en alturas inconmensurables. Se discuten a menudo las ventajas y desventajas que supondría recordar todo. ¿Horror o maravilla?

Algunos escritores han barajado este supuesto para construir personajes de distintas pero prodigiosas cualidades mnemónicas. Elegí a tres de ellos, cuyos autores fueron a la vez notables memoriosos. Por eso, no nos extrañe que en Buchmendel, Funes y Yambo encontremos la proyección autobiografíca o los anhelos apoteósicos de las memorias de Zweig, Borges y Eco.

Jakob Mendel se había instalado en Viena hacía mucho tiempo. Le llamaban Buchmendel (Mendelibro, pudiera ser su equivalente en español). Se le veía en el café Gluck leyendo sus catálogos y sus libros como le enseñaron en el Talmud, con un tenue sonsonete y meciéndose. Si acaso alguien preguntaba por un tomo, contestaba recitando fluidamente el lugar de la edición, el año y el precio aproximado. Zweig nos revela el misterio: la diabólica infalibilidad de su memoria reposaba en el secreto eterno de todo resultado perfecto: la concentración. Sin embargo, Mendel no sabía nada fuera de los libros, así que arrebatárselos junto con sus anteojos mientras lo encerraban en un campo de concentración fue como jalonar el naipe fundamental de su castillo: la memoria se le desplomó.

Pero, mientras que Buchmendel conocía cada planta, cada infusorio, cada estrella en el cosmos eternamente vibrante del universo de los libros, Funes prescindía de la metáfora, pues recordaba literalmente cada planta, infusorio y estrella que alguna vez hubiera tocado sus sentidos.

Ireneo Funes sabía siempre la hora exacta. Si esa capacidad era ya de por sí sorprendente, su mente fue más allá después de caer de un caballo. Su cuerpo quedó tullido; la memoria, ilimitada. Funes sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1982 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez, y aprendió latín con, precisamente, la Naturalis historia y un diccionario.

En cuanto a Giambattista Bodoni, llamado Yambo, el hecho preciso que lo llevó a olvidar su historia personal y conservar la memoria semántica permanece en la niebla: tal vez un accidente cerebrovascular: “Me llamo Arthur Gordon Pym”, contestó al despertar de su inconsciencia. Recordaba cada línea que había leído o escuchado, pero no su propio nombre, como el Mesala de Plinio. Por eso, Yambo se propuso reconstruir su historia personal a partir de la memoria de los otros y de las esencias guardadas en los viejos lugares de la infancia. Una búsqueda proustiana.

De alguna manera, Buchmendel, Funes y Yambo representan el anhelo humano de trascender el tiempo, de ser como libros, los cuales, según Zweig, solo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda la existencia: la fugacidad y el olvido.