Los impuestos

Usted está aquí

Los impuestos

Tengo escrito un libro sobre ese espléndido bribón que fue Antonio López de Santa Anna. Gran político fue él. Con eso no estoy diciéndole un piropo; antes bien estoy hablando mal de él. Quiero significar que conocía el arte de prometer mucho y no cumplir nada; de decir una cosa y hacer otra.

Los impuestos que inventó Santa Anna forman parte del folklore nacional. Todo mundo sabe, por ejemplo, que cobraba impuestos por las ventanas. No me lo van a ustedes a creer, pero en el Potrero de Ábrego, una comunidad que durante siglos estuvo aislada, todavía hacen las ventanas muy pequeñas, por miedo atávico a los impuestos. Vale la pena ampliar  ese conocimiento popular. Para eso mencionaré algunos otros tributos peregrinos que los mexicanos debían pagar en tiempos del inefable dictador.

Don Antonio de Haro y Tamariz renunció al cargo de ministro de Hacienda porque no se prestó a uno de los sucios negocios a que tan dado era Santa Anna. Resulta que Manuel de Escandón, uno de los más acaudalados señores de aquel tiempo, obtuvo del Presidente una especie de concesión por la cual se convertía en prestamista exclusivo del Gobierno por un plazo de algo así como 100 años, con un módico interés del 30 por ciento. Don Antonio de Haro, claro, se opuso a ese vicioso arreglo, y constreñido por Santa Anna hubo de renunciar al cargo.

Lo sustituyó don Ignacio Sierra y Rosso, que tenía dos principales cualidades: ser muy amigo de Santa Anna y escribir versos muy lindos. Además era un señor catoliquísimo: su primera disposición como ministro fue ordenar que todo aquel que solicitara empleo en Hacienda supiera leer y escribir, tuviera nociones de aritmética y pudiera recitar de memoria el Catecismo del Padre Ripalda, desde el “Todo fiel cristiano...’’ hasta la última oración.

Atendiendo las órdenes de Santa Anna comenzó el señor Sierra a imponer contribuciones que, como dijo un periodista de la época, “no sólo eran ridículas y extravagantes, sino también odiosas y vejatorias’’. El primer impuesto que creó fue a los carruajes. Se cobraba ese tributo mediante una complicadísima tabla –aunque no tan complicada como las misceláneas fiscales de ahora– en la cual se especificaba la suma que se debía pagar según los asientos que tuviera el vehículo, el número y tamaño de sus ruedas, y la cantidad y calidad de las bestias que lo estiraban. Quedaban exceptuados de ese pago (y el orden de la mención era riguroso), “... los carruajes destinados al Servicio Divino en las parroquias; los del Jefe Supremo de la Nación; el del Ilustrísimo Señor Arzobispo; los de los secretarios; los de los representantes de las naciones extranjeras y el del gobernador del Distrito...’’.

Siguió luego un impuesto a los perros: “Artículo 17: Todos los que tengan perros, bien para el resguardo de sus casas, bien para custodia de los ganados, bien para la caza o por diversión, por gusto o por cualquier otro fin, pagarán un peso mensual por cada uno, sea cual fuere su clase, tamaño o condición, exceptuándose únicamente aquéllos que sirven de diestros a los ciegos...’’. Si el impuesto no era pagado la autoridad podía hacer matar al perro.

Por todo se cobraba impuesto: por las vacas de ordeña, por el piloncillo y la panocha, por las tertulias que se hacían en las casas, por las sillas que sacaban las personas a la banqueta para conversar. El malestar contra el Gobierno empezó a cundir. Así, con el malestar popular, comienzan a caer los malos gobiernos.