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Los fantasmas del presidente
Nadie se lo dijo; pero para él había llegado el tiempo de los fantasmas.
No le eran desconocidos.
Volvían las visiones de la primera guerra. En los vacíos salones de Chapultepec veía callados hombres de fuego: revolucionarios quemados que se paseaban silenciosos llevando su cabeza en llamas. Hombres carbonizados en los trenes explotados, bajo las haciendas bombardeadas, caras que se tragaba la noche.
Ya ex presidente, cuando movía los hilos desde su casa en la Colonia Anzures, tras esas largas noches jugando baraja con sus subalternos, vio el fantasma de su padre: un hombre gris con el rostro borroso, desde el fondo del jardín sostenía entre sus manos un sombrero. En el pecho del fantasma un brillo breve parpadeaba: era un pequeño crucifijo de plata.
Muchos años antes, poco después de ser defenestrado como Gobernador, cuando el delirium tremens bajo el infame calor de Sonora, encerrado en un hotel hasta donde lo fue a buscar un propio del Presidente para darle las malas nuevas, el delirio y el sopor lo hacían mirar de nuevo sus crímenes; más allá de la ventana borrosa donde un sol infame reverberaba, los vio: una hilera de hombres desarrapados avanzaban bajo una luz sin sombra. Caminaban tambaleándose. Arrastrando los pies, con huaraches o sin un zapato. Unos llevaban astrosos sombreros, raídos sarapes, manchados calzones de manta. Sus rostros eran oscuros y sudorosos, como los de todos los borrachos. Pero además del sudor escurrían sangre. De las bocas, de los ojos. De las cabezas. Negros agujeros de Máuser se les abrían en el pecho, en las piernas, en las manos, en los hombros y en las rodillas despedazadas. Marchaban hacia el infinito.
Eran sus borrachos fusilados.
Fueron los únicos espectros que se le aparecieron bajo el día.
Pero el alud de fantasmas vino después. En sus últimos años.
Cuando el poder fue un polvo pálido que fue escurriéndose entre los dedos. Cuando la juventud se fue yendo y en su lugar quedó ese maldito bastón reluciente y negro.
Y todo por culpa de aquel capitán, un michoacano a quien de cariño le decían “El Muchacho”. El que le regaló la mayor vergüenza de su vida, cuando un amanecer de 1935, con un piquete de soldados, lo sacó del país que mandó tantos años, vestido apenas con bata y pijama.
Ese gesto lo aniquiló. Lo sumió en un silencio atroz. En la enfermedad, en el dolor que cómo tirabuzón de hierro le mordía la rodilla, en el fantasma del alcohol, ese mismo heredado por su nieta, la que en el futuro, enviciada y vieja, derrocharía como un veneno en la persona de un joven cantante llamado José Sosa.
Ya presidente Ávila Camacho, los periódicos dijeron que el Jefe Máximo volvía, pero no explicaron que sólo regresaba para morirse.
Y entonces empezó a prepararse.
Un amigo le habló de esa Casona en Tlalpan. Ese grupo reunido semana a semana para invocar a las manifestaciones de otro mundo. Veían luces, ectoplasma. Los médiums hablaban con las sombras. Levantaban actas.
Gutierre Tibón, Torres Bodet, renombradas figuras de la política y de la cultura atisbaban y anhelaban vislumbrar lo del más allá. Teósofos y damas porfirianas, tahúres retirados, poetas, notarios, a todos los fascinaban esos globitos de luz que atravesaban de regreso las veredas de la muerte.
La primera vez no vio nada. La segunda apenas la materialización de dos pequeñas esferas. Focos incandescentes volando en el aire de la sala. Luego, un hijo no encarnado, las sombras violentas arrojaron el cuerpo del médium en las paredes de la casa como un pelele.
En sus últimos meses, cuando ya su cuerpo era todo un grito: la lepra, el hígado, la pierna mordida; la fuerza lo abandonaba. Una noche pasó algo fabuloso: el espíritu de un niño le dejó sobre el regazo un pianito en miniatura.
Después de las sesiones, volvía radiante, animoso. Paradójicamente, el que en su obstinación agnóstica mató tantos creyentes, se había vuelto un hombre de fe.
Sabía ahora que había un más allá, un territorio incierto donde los Otros lo esperaban. Los amigos y los enemigos. Los asesinados. Los mil rostros sin nombre muertos por su causa. Las viudas solas. Los niños enfermos. Los campesinos amputados. Los generales a los que sus soldados habían disparado en la cara. Los huérfanos expoliados. Los muertos de tristeza en tierras lejanas. El presidente al que en un jacal mataron dormido. La bailarina arrojada de un balcón. Los fanáticos fusilados de rodillas. Los sacristanes ahorcados, con los ojos salidos hacia la luz del alba. Los abatidos. Los vencidos. Los rancheros de Los Altos, crucificados. Los niños muertos sin saber por qué. Los bebés bajo las bombas y el fuego. Y los soldados. Muchos anónimos soldados. Los indios yaquis que defendían su tierra, acorralados por Serrano y por Alessio Robles. Villa, incrédulo, su cuerpo lleno de plomo, fusilado en su automóvil. Los ahogados en los ríos, los muertos en Naco, en Hermosillo, en Celaya. Los nueve mil de De La Huerta y Escobar. El joven y noble general Buelna, muerto en una emboscada. Los abogados, los diputados, los soldados de Arnulfo Gómez. El bravo masón Gorostieta, lleno, hasta decir ya no, de balas. Las mujeres de la Brigada Juana de Arco, violadas y despellejadas.
Germán del Campo, bajo las ráfagas de metralleta, mientras Gonzalo N. Santos reía. Los fusilados en el Cuartel de la policía, Miguel Agustín Pro, ese sacerdote ojeroso que siempre hablaba burlón.
Horas antes de su muerte, en la soledad más honda, Plutarco vio un fantasma, quizá el más insignificante, la más olvidada de todas sus víctimas. Alguna vez lo había visto en la cámara de diputados, o cuando sus espías le habían traído fotos de cuando la Huelga en la Universidad, junto a Caso, en los mítines de Lombardo y de Vasconcelos.
Y en el 27 junto a Serrano, dando un largo discurso en Puebla, bajo la lluvia y el sol desde el balcón del Hotel México, el pelo y la voz vibrante.
En la foto de una ficha de registro sobre los exiliados con De La Huerta. Primero en La Habana, y luego en Texas.
Pero en esta aparición era diferente, se presentaba muchos años más joven.
Casi un niño.
Llevaba el pelo por en medio y una flor en el ojal del saco.
Su rostro abandonaba las redondeces de la niñez hacia las solideces del adulto. Llevaba un traje impecable, corbata de pajarita y un crisantemo en el ojal de la solapa. Sus ojos eran inquisitivos, curiosos, alegres.
Se le mostraba en silencio y le sonreía.
Alejandro Pérez Cervantes. Maestro y periodista. (Saltillo, Coahuila).Es profesor universitario. Autor de Murania y Los estatutos de la mirada. Periodista cultural y columnista de este periódico.