Los escombros de la crítica de arte

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Los escombros de la crítica de arte

Al Maestro y Crítico de Arte Mario Herrera In Memoriam

Por alguna razón, se nos etiqueta por lo que hacemos o por lo que se supone que somos. Una persona puede ejercer el oficio de marino o de prostituta, aunque en el fondo se considere un poeta, pero la sociedad le considerará siempre un marino o una prostituta.

La gente suele ejercer la crítica en el peor sentido de la palabra. Para muchos, “criticar” es simplemente denostar, vituperar, vejar. Por lo demás, no puede exigirse a las mayorías que comprendan el sentido ambiguo de la crítica, que incluso para los pensadores profesionales resulta un problema aún en debate.

La crítica es un invento de Occidente, obsesionado con La Razón desde hace más de dos mil quinientos años.

En su afán genealógico, los historiadores quieren encontrar ejemplos de crítica en Platón, en Aristóteles, en Vasari y en muchos autores anteriores al siglo XVIII, el llamado “Siglo de las Luces”.

El origen etimológico de la palabra “crítica” es griego. Significa “separar, discernir, juzgar”. Su raíz indoeuropea nos ofrece otros significados similares: “cribar, discriminar, distinguir”.

Se supone que la crítica debe ser “objetiva”, aunque, al menos en las artes y las humanidades, nadie sabe a ciencia cierta qué es la “objetividad”. ¿Puede un crítico ser “objetivo” ante una obra hecha de subjetividades? O dicho a secas: ¿puede un crítico ser objetivo?

En Occidente, el arte fue una oruga que abandonó su hábitat en el siglo XV para convertirse en una crisálida. ¿Cómo está constituida esa crisálida, esa criatura nueva? ¿Sigue viva o se transformó en un sueño del marketing durante el siglo XX?

Paradigma y canon: nociones que también adquieren vida y mueren en el arte. El paradigma grecolatino, por ejemplo, fue deliberadamente desechado en la Edad Media para exhalar su penúltimo suspiro en el Renacimiento y el último en el estilo neoclásico de Jacques-Louis David y otros artistas del siglo XVIII. El canon se hermana al “gusto” y a un concepto más que ambiguo: “la belleza”.

Todos sabemos que desde la célebre “Fuente” de Marcel Duchamp el arte cambió para siempre. Él instauró un nuevo paradigma. Su propósito fue el de rebelarse ante un arte que se había convertido en un mero juego de la forma y en un objeto del mercado. Esa “Fuente” y sus “ready mades” constituyen el antecedente de la incontestable encrucijada en que el arte se encuentra desde entonces, particularmente desde los años 60 del siglo XX, y más específicamente, desde los años 80.

Innumerables filósofos, pensadores y escritores se han ocupado del arte. No todos pueden ser considerados “stricto sensu” como “críticos de arte”, pero muchos de ellos han enriquecido nuestra manera de contemplar las obras de arte. En estas líneas hay dos nociones que han sido cuestionadas desde hace mucho tiempo, a saber: 1) ¿qué es un “crítico de arte” y cuál es su función?; 2) ¿qué es una “obra de arte” y qué papel desempeña en la sociedad? La segunda pregunta puede ser más abarcadora: ¿cuál es la función del arte en la sociedad?

La Estética es la rama de la filosofía que pretende estudiar “la belleza creada por el hombre”, es decir, el arte. Alemania es su lugar de nacimiento. Y entre el barullo de las opiniones, las posturas y las corrientes, nada ha quedado claro hasta ahora. Desde Platón y Aristóteles hasta Adorno y Benjamin, por mencionar algunos de los contemporáneos imprescindibles, todos nos enseñan algo en torno del arte, pero, por fortuna, nada ha quedado como definitivo, lo que me alegra muchísimo porque no creo que la imposición del “realismo socialista” por parte de la cúpula del poder en la antigua URSS haya beneficiado a nadie.

¿El crítico de arte es un historiador, un cronista, un escritor, en el sentido literario del término? En su artículo “La crítica de arte, una definición” (Infolio, abril 2017), James Elkins, el crítico e historiador estadounidense, sugiere dos acepciones de “crítica de arte”: 1) “la crítica de arte como una suerte de escritura; 2) “la crítica de arte como una práctica histórica”.

¿A qué categoría pertenecen John Ruskin, Oscar Wilde, Ernst Gombrich, Clement Greenberg, Herbert Read, Heinrich Wölfflin, entre muchos otros? ¿En qué rubro ubicaríamos a nuestra radical y controvertida Avelina Lésper, a Raquel Tibol, Teresa del Conde, Lelia Driben, Octavio Paz, Juan García Ponce, Salvador Elizondo o… a Cuauhtémoc Medina?

“El crítico de arte trabaja con la actualidad; el historiador, con el pasado”, suele decirse. Pero entonces ¿por qué el gran autor italiano Roberto Calasso dedica un magnífico ensayo crítico a la obra de Tiepolo –“El rosa de Tiepolo”, Anagrama, 2008-, un pintor italiano un tanto atípico del siglo XVIII?

No soy un crítico de arte. Jamás lo he sido. Cuando escribo sobre la obra de un artista lo hago sencillamente porque algo dentro de mí se ve removido por la contemplación de su obra. Eso no me convierte en un crítico. Sólo soy un escribidor que se atreve, con cierta frecuencia, a redactar algunas cuartillas sobre el trabajo de un artista que por algún motivo me conmueve.

 

Pero el ejercicio de la crítica de arte es muy otro. O era, porque parece que esa profesión ha llegado a su fin. El juicio o la evaluación de una obra de arte, que inició con Diderot y continuó con Baudelaire, llegó, sí, al siglo XX, pero a partir de la llegada de la posmodernidad, cuyo crepúsculo es inminente, la crítica de arte ya casi no existe. La crítica se ha transformado en opinión. De la crítica de arte no quedan más que escombros.

Podemos dar un paseo por las redes sociales. Veremos que están saturadas de meras opiniones, desplantes, disparates, insultos, escupitajos seudo verbales y escasos comentarios verdaderamente críticos. La crítica de arte se ha desplazado del papel a los espacios internéticos y hacia los… “curadores”.

El cuadrángulo es ahora perfecto. Desde hace décadas la crítica de arte ha sido excluida del ámbito artístico para ser éste protagonizado por cuatro ángulos idílicamente confabulados: el capital, el curador, el espacio de exhibición y, finalmente, el artista.

Hoy es el “curador” el que inventa a un artista rodeándolo de un discurso hipotéticamente teórico que, según este cuadrángulo, sostiene la obra que aquél crea. Hoy es necesario leer largos textos que, colocados junto a las obras o publicados en un catálogo, explican sesudamente el trabajo de un artista cuya labor consiste en pegar un plátano con cinta adhesiva en una pared o en sumergir un tiburón en un recipiente lleno de formol, para citar sólo dos de muchos casos de estafa.

¿Qué puede hacer un verdadero crítico de arte ante este timo? No basta la actitud equívocamente radical de una Avelina Lésper, pues justamente esa actitud otorga plusvalía al bluf de mucho de lo que la gente entiende por “arte contemporáneo”, pues para gran cantidad de personas el arte conceptual es sinónimo de una errática etiqueta: el “arte conceptual”, en el que no necesariamente “todo es basura”. Pero ¿qué forma del arte no es conceptual en el fondo?

El mundo del arte se ha convertido, así, en una red de convenientes conexiones en la que impera, por supuesto, el dinero. ¿También antes fue así? Quizá, pero jamás de esta manera tan cínica y voraz. En nombre el arte, hoy se justifica la estulticia por personas supuestamente cultas y especializadas. Hace unas semanas, escuché a un “curador” argentino decir: “Yoko Ono era mucho más inteligente que Johon Lennon, quien sólo era un hombre de la working class…”. El tipo glosaba la obra que la viuda de Lennon exponía en un museo de Buenos Aires, y lo hacía con una expresividad tan patética como conceptuosa, tratando de explicar y justificar las ocurrencias de una fluxus.

Nunca como ahora los espacios del arte habían estado tan saturados de intermediarios, representantes, agentes, comisarios, curadores, galeristas, directores de museos y ejércitos de burócratas insufribles. En esta máquina de especulación monetaria, el artista no es más que una pieza casi prescindible, porque, al fin y al cabo y en muchos casos, sus colaboradores y ayudantes son quienes hacen el trabajo. Recordemos a Warhol, a Hirst, a Koons y a tantos más.

Dinero: palabra mágica en el mundo del arte contemporáneo. Por fortuna, la rueda sigue girando.