Los días enmascarados
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Los días enmascarados
Hoy casi nadie se acuerda, pero “Los días enmascarados” es la primera novela que un joven Carlos Fuentes escribiera hacia 1954 (tenía apenas 26 años): conformada por un puñado de cuentos, donde aborda diversas relaciones de la entonces moderna vida mexicana con sus raíces prehispánicas; (Por boca de los dioses, Tlactocatzine y quizá uno de sus relatos más famosos: Chac Mool), donde el reencuentro de sus protagonistas con las imágenes o los legados del mundo abolido producen saldos no siempre gratos o son de plano terribles o desconcertantes; en la misma genealogía de temas y enfoques que antes ya un Rubén Darío narrador había explorado en Huitzilopoxtli (1914) o la inquietante trama política y antropológica de La fiesta brava (JEP, 1967).
Me viene a cuento el título de este libro por su elocuente poder de evocación para describir los días presentes ¿Son enmascaradas las semanas de este tiempo abolido –días sin nombre- o enmascarados nosotros –divorciados de nuestra cotidianidad, despojados de nuestros roles sociales, separados de nuestro tiempo vital- es este doble embozamiento el que diluye en duraciones inéditas días tan extraños, como de una cuaresma elevada al cubo?
La pluralidad o el ego
¿Qué de oportunidades y riesgos entraña para la auto conciencia, la expresión y el diálogo esta suerte de impasse o anómala Guerra Fría? Ya en su extraordinaria crónica Voces de Chernobyl, la periodista Svetlana Alexievich había narrado la extrañeza de los entonces pueblos soviéticos en el trauma y la incredulidad de librar una guerra contra un enemigo invisible: “La primera vez que nos dijeron que teníamos radiación, pensamos que era alguna enfermedad. Pero nos decían que no era eso, que era algo que estaba en la tierra, que se metía en la tierra y que no se podía ver (…) Nos aconsejaban que trabajáramos en la huerta con máscaras de venda y con guantes de goma. Vino un sabio importante y pronunció un discurso en el club diciendo que teníamos que lavar la leña. Nos cerraron con candado los pozos y los envolvieron en plástico… Que el agua estaba sucia. La gente se asustó… Se les llenó el cuerpo de miedo… Algunos empezaron a enterrar por la noches sus pertenencias”.
Es decir ¿Esta extrañeza nos urgirá a nuevas dinámicas y configuraciones o nos embotará hacia una mayor parálisis? Sigo los testimonios, los apuntes, las reflexiones e incluso las crónicas personales del encierro a un nivel local vía el panóptico de las redes sociales (A Foucault le gusta esto..), y pareciera que lo que sigue rigiendo (lo que rifa) –aún dentro de la planetaria coyuntura- es la oxidada brújula del yo. Yo hice. Yo siento. Yo creo. Yo pienso. Yo me desmarco. Yo aprovecho. Yo soy la singularidad. Yo Narciso. El autoelogio, el mirarse el ombligo, la masturbación clasemediera y narcisista; la oportunidad del negocio, la seudo visibilidad, el heroísmo coyuntural o del trending topic: una nueva farándula fruto de la catástrofe. Idea para el PECDA: Un poemario que se llame “Selfies desde el infierno”.
Una moneda en el aire
¿Podrá esta lucha sorda empujarnos más allá del marasmo? ¿De la seudo superioridad moral y el discurso mamador del “Si no saliste de esta pandemia con una nueva habilidad o un nuevo libro leído, bla bla”? ¿Seremos más solidarios, más conscientes, más valientes, más humanos? ¿Abrazaremos la vida con mayor fervor o con la indiferencia de siempre? Saldremos hacia la luz del sol y a las calles que fueron nuestras con renovados bríos, con ideas, ansias de transformación, la mirada nítida o hundidos en el marasmo y la inopia de siempre?
Mientras escribo esto hace viento. Sigo leyendo la vida de Dostoievski por Stefan Zweig y su lucha contra “el demonio estrangulador” de su enfermedad: “Dostoievski domina el sufrimiento acechándolo. Transforma el extremo peligro de su vida, la epilepsia, en el mayor secreto de su arte.”
Un helicóptero sobrevuela la ciudad el resto de la tarde.
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