Los aromas, nuestra íntima y personal memoria

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Los aromas, nuestra íntima y personal memoria

Los sentidos permiten establecer contacto con el mundo. Pero es la cultura la que determina la percepción sensorial. El antropólogo Héctor Enríquez, en Olor, cultura y sociedad, dice que el olfato ha sido quizá el sentido más desvalorizado en el mundo occidental. Así, mientras que la vista y el oído se consideran superiores, es decir nobles e intelectuales, y en el otro extremo el gusto y el tacto se consideran más físicos y sensuales, el olfato se considera una facultad sensorial intermedia, y muchos lo consideran “un sentido de origen animal”.

No obstante los olores son elementos que participan en la construcción de un orden en distintos aspectos de la vida, entre lo agradable y lo desagradable, lo fresco y lo descompuesto, entre lo sano y lo enfermo, etcétera.

Independientemente de los avatares científicos en la vida cotidiana, todos tenemos en nuestra memoria la presencia de ciertos aromas que forman parte de la historia, ya sea personal, familiar o de la comunidad. Y, llega a suceder en ocasiones, que cuando llegamos a percibir de nuevo un olor semejante los recuerdos detonan y nos transportan a ese pasado ya inaprehensible. Una manta, una pequeña toalla, una taza o un mantel, nos remiten a tiempos idos en fracción de segundos.

En la ciudad, en nuestro Saltillo, aún en los años ochenta cuando todavía existían algunas huertas en los alrededores, era común percibir el aroma de las frutas a fines del verano y principios del otoño: el olor de los perones y las manzanas, de los duraznos y chabacanos. Pero también el de las higueras. Los rosales tenían un aroma especialmente grato por el hecho de crecer bajo el sol intenso, enraizados en las tierras grises, bañadas por las aguas del arroyo del Pueblo.

Nunca he sentido en ningunas otras rosas ese aroma perfumado sutil, transparente. De hecho, cuando, de niños, podíamos bañarnos aún en esa vertiente de agua al poniente de la ciudad, el agua tenía un olor singular, casi ferroso, que podría atribuirse a la lama que se aferraba a las piedras y parecía danzar suavemente al paso de la corriente. Era un aroma tan agradable que no podía desprenderse de la sensación epidérmica del agua, tan fría que Miguel Alessio Robles había considerado “podía congelar a un oso polar”. Y es que, en efecto, era agua nacida en el subsuelo de la Sierra Madre, varias decenas de kilómetros hacia el suroeste, en los terrenos de la estancia de La Encantada.

Otro recuerdo olfativo puede remitir a aspectos o espacios de la ciudad.  Aun en los años cuarenta era común el aroma a las tortillas de harina en las tardes que salía de las casas saltillenses, elaboradas por las amas de casa; como era también perceptible el aroma a las frutas que en otoño eran cocidas con azúcar para elaborar las cajetas de membrillo y de perón.

Pero la memoria también puede detonar con recuerdos familiares, el lejano aroma a un juguete de plástico o peluche, por ejemplo; a la ropa, a las sábanas recién dobladas, a la cocina familiar, a las habitaciones frescas de las casas antiguas; igual que a los jardines de las casas modernas.

El olfato es un sentido profundamente emotivo y nos ofrece una posibilidad que ni la vista ni el oído nos permiten: interiorizar los recuerdos desde una absoluta subjetividad.

Todos y cada uno de nosotros tenemos impreso en ellos una memoria que permanecerá para siempre. Una memoria íntima y personal.