Lo que debemos a otros
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Lo que debemos a otros
Debo a Jesús García Delgado (Chucho, para los amigos) no pocas cosas, además de su amistad, que no está entre las deudas porque ni se debe ni se paga; se da o no se da.
Después de muchos años de ausencia regresé a Saltillo en 1986 con un Jeep canadiense de 1955 y 200 pesos. Había pasado 11 años trabajando con tojolabales en Chiapas y yaquis en Vícam, Sonora. No me quejo ni lo hice, pero no tenía trabajo ni dinero y nadie, o muy pocos, me conocían, a pesar de ser de aquí. El Jeep lo vendí en 10 minutos porque era una joya, aunque lentísimo (podía levantar hasta 80 kilómetros por hora de bajada y con el viento a favor…). Mi mamá nos dio posada a mi hijo y a mí, con lo cual tuvimos casa y comida. Alguien (pienso que fue Humberto Dávila Hernández, otro amigo, otra deuda) me recomendó ante la Universidad Autónoma de Coahuila, específicamente en Investigación y Postgrado. El Coordinador era Chucho. Me hizo pocas preguntas, como: “¿qué hacías con los indios?, ¿qué estudiaste y dónde?, ¿has escrito algo?, ¿cuáles son tus autores preferidos…?” Me llevó a una oficina, me arrimó una silla y me dijo que si tenía un poco de paciencia en unos días me diría si podía emplearme. Y me dio trabajo. Pregunté “¿qué voy a hacer?” y me dijo que tomara una semana y luego le propusiera uno o dos proyectos. Naturalmente, todavía agradezco a quien en ese momento llamaba “el doctor García Delgado”.
Chucho es un buen lector y un excelente técnico. Es una pena que no ha puesto por escrito más que una parte de todo lo que sabe. Se doctoró en Química en Israel. Fue uno de los creadores del Centro de Investigaciones en Química Aplicada y empujó la muy exigua investigación que se hacía entonces en la UAdeC. Trabajé a gusto con él pero no seguí en la Universidad cuando dejó el puesto, porque me invitó el alcalde Eleazar Galindo a ocupar la dirección del Archivo Municipal, cosa que también debo (otra deuda) a Martha Rodríguez. Yo había estudiado para ser educador y lo fui y sigo siéndolo, pero la vida me hizo historiador. Y con ese maravilloso acervo que tenemos y la asesoría de Ildefonso Dávila (otra deuda), el reto y la tentación fueron una misma cosa.
Un buen día Chucho me preguntó si compraba garrafones de agua purificada o botellines. Ante mi afirmación me dijo que estaba muy errado. Primero: el agua de garrafón carece de no pocas de las características del agua (sales minerales, etc.). Segundo: el agua de la llave es absolutamente potable. Me dejó pensativo y al día siguiente saqué a la calle el brocal y el garrafón y empecé a beber agua corriente. La decisión fue fácil: Chucho está doctorado en Química y, además, trabaja en un laboratorio. Me dijo que hicieron muchos análisis del agua, sacada de varios lugares (varias colonias) y encontraron que era potabilísima. Tengo ya ocho años de no comprar garrafones y todavía no tengo quejas de salud u otras.
Las consecuencias de comprar agua “purificada” son que al hacerlo apoyas a uno de los negocios más alevosos que existen. A los dueños les sale un litro de agua en 13 centavos, la botellita en 30 y la “purificación” en otro tanto ¡no gastan siquiera un peso! Tú les pagas mil por ciento en cada botellín. ¿Por qué permite el Gobierno este pillaje? Pregúnteselo usted.
México es el país del mundo que más agua embotellada consume. En promedio bebemos 164 litros por persona por año. Una señora alemana cuyo libro no encontré en mi propia biblioteca estudió la increíble incoherencia de nuestro país que paga millones a los refresqueros por vendernos lo que es nuestro a precios salvajes. Le debo a usted el nombre de ella y el libro (otra deuda). Los mexicanos gastamos alrededor de siete mil millones de pesos cada año en agua embotellada. Y los dueños cada que sube el precio de la azúcar le suben al agua como si hubiera una relación causal entre una y otra cosa.
Se me terminó el espacio, pero al menos intenté pasar al lector una idea que no me pertenece sino que es de un buen amigo. Usted está a tiempo de acabar con esta desfachatez y negarse a seguir siendo explotado miserablemente. ¡Eche a la calle su garrafón!, ¡beba de la llave, no se arrepentirá!