Lo público y lo privado: la caldera del diablo

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Lo público y lo privado: la caldera del diablo

'La caldera del diablo'. La ficción como espejo y resumen de una sociedad.
Dos sucesos, dos acusaciones con desigual viralización han revelado ciertas formas en que la información de índole privada o de carácter público circula y es asimilada en nuestra ciudad. Fronteras borrosas: omisiones masivas al juicio crítico por un lado y omisiones de carácter público por el otro, nos han mostrado la escasez de criterio y empatía por parte de una sociedad y sus autoridades

No recuerdo si ya hace más de veinte años, durante un desayuno, fue don Armando Castilla o Carlos Monsiváis quien -a raíz  de un comentario sobre la naturaleza comunicativa de la comunidad- señaló que la dinámica social de Saltillo le recordaba a la historia de Peyton Place. Para quien no recuerde la alusión disuelta en el fragor de las generaciones, Peyton Place es el nombre de una novela de los cincuenta, de la autoría de Grace Metalious, que luego sería llevada al cine en diversas versiones y también en un famoso serial televisivo de los años sesenta. En resumen, la historia contaba la vida supuestamente idílica de un pueblito imaginario de los Estados Unidos, pero que visto de cerca,  y a través del seguimiento acucioso sobre la vida de los personajes -aparentemente perfectos, miembros de una sociedad sin fisuras, en una colectividad ideal- empezaban a emerger los oscuros secretos que involucraban arraigados prejuicios de clasismo, racismo, fraudes, difamaciones, transgresiones sexuales y demás linduras. El ensayista venezolano Boris Vallejo ha declarado a Peyton Place como “la madre de todos los melodramas”: ya que desde su planteamiento coral y su subtexto han mamado producciones como “Esposas desesperadas”, “Twin Peaks” y la larga serie de dramas familiares que han atiborrado la oferta televisiva de las últimas décadas. En ciertos países las series y películas consiguientes fueron traducidas como “La caldera del diablo”.

Cito la analogía a cuento de la vergonzante reacción masiva ante la afectación de la vida privada y la imagen pública de un miembro de nuestra comunidad artística (desestimando su destacado historial como artista, maestro y divulgador- con base en infundios: bastó tomar como verdad absoluta un anónimo impreso en una pinchurrienta lona para asumirlo como una verdad comprobada y expandir su nocivo y denigrante mensaje -sin prueba alguna- exponiendo una vez más el inexistente juicio crítico de una sociedad ensimismada en el escarnio y la supuesta superioridad moral.

Pero eso no fue lo peor; lo más patético fue la reacción de prácticamente todos los medios de comunicación, que, dejando de lado cualquier principio de ética noticiosa y objetividad, se volcaron a replicar con absoluta irresponsabilidad la información privada de un ciudadano acusado anónimamente. Todo con el afán de “informar”, de “divertirse”, de “ser parte de”… Estoy seguro que pocos episodios recientes revelan con tanta transparencia el carácter provinciano, hipócrita y conservador de nuestra sociedad. A lo mejor los más jóvenes ya no lo recuerdan, pero allá por los sesenta, un episodio con cierta similitud en su dinámica de rumor y chisme, en una época muy contemporánea a la de Peyton Place -proveniente de una comunidad con dobleces, maledicencias, y supuestamente muy segura de sus propios valores- desembocó en el trágico suicidio de la joven actriz de teatro Marcia Flores.

60 años después de aquella tragedia, hoy en la ciudad hay puentes elevados, cotos privados, cámaras de reconocimiento facial, universidades de paga, comunicación digital, nuevos millonarios, pero en cuestiones de criterio elemental Saltillo poco ha cambiado: la sociedad persiste inmersa en su hipocresía, su falsa superioridad moral y su rancio conservadurismo.

IMCS, una administración de la cultura centrada en la opacidad del provincianismo y el auto homenaje.

El reverso

Por otra parte, a muchos nos ha resultado harto sospechoso la sorprendente viralización con memes, fan pages, reposts, inclusión a campañas publicitarias, más como una estrategia de comunicación muy articulada, destinada a distraer de otros temas -las mujeres despechadas no hacen gifs- la inusitada reacción a este caso; muy diferente, por ejemplo, a las probadas y repetidas denuncias de violencia de género, acoso sexual y abuso de poder contra el aún director del Instituto de Cultura de Saltillo, Iván Márquez.

A pesar del unánime apoyo por parte de la comunidad artística alrededor de los afectados, y de la permanente exigencia de justicia, el alcalde Manolo Jiménez sólo ha alcanzado a declarar que “es un asunto privado, entre particulares”. No señor, al ser uno de los señalados en la denuncia un burócrata municipal en funciones, el suceso adquiere visos de asunto de interés público.

¿O sea, el acoso, la vejación, el acercar la verga al rostro de alguien o decirle “Si no te cogen no es mi culpa”, sólo será tipificado como falta si ocurre en lugares y horarios de oficina?

La defensa del funcionario acusado ha sido sistemática: los mismos bots que se dedican día y noche a dejar comentarios y halagos en las redes sociales del municipio se encargan de borrar y subestimar las incontables peticiones de acción ante la acusación contra el director del IMC.

En relación a este tema, en una de sus columnas anteriores, mi colega y amigo Enrique Abasolo refirió que “Sólo veo de relativa gravedad las injurias contra la dama en cuestión… ¿Qué tiene que ver el presunto borrachazo o “malcopeo” del funcionario con su desempeño en de la dirección que encabeza?” Esta vez me voy a permitir disentir con respecto a la opinión del admirado padre de Jagger Abasolo: ante su pregunta, creo que el borrachazo, el malcopeo, la injuria y la agresión -aún fuera de un horario laboral y en un evento de carácter privado- tienen qué ver todo. Ya que la prepotencia, la agresión, la subestima, la parcialidad, el sentido patrimonialista sobre la administración de los recursos públicos han sido cuestiones sistemáticas en el actuar del funcionario.

Lo que está en tela de juicio no es solamente su falta de civismo o de ética personal, si no la absoluta falta de representación de una comunidad artística; el uso de los recursos destinados a la cultura con sesgos partidistas y electoreros; la programación de eventos orientados al capricho y al gusto personal, el acaparamiento de los beneficios  que deberían de ser públicos en torno a una minoría de incondicionales; la falta de transparencia, el doble escándalo nacional del fraude en la Bienal Rubén Herrera, los millonarios festivales de rodeo, los auto homenajes, los ostentosos gastos en viajes y recursos volcados hacia artistas foráneos de la farándula televisiva; el cierre y la inactividad de casi un año -aún antes de la pandemia- de recintos como el Centro Cultural Casa Purcell, la desaparición de la librería Acequia Madre con todo y su acervo de miles de libros; las ediciones fantasmas, el desaseo, el desinterés, la vulgaridad, la prepotencia.

Todos estos factores suman incluso a la pertinencia urgente de una auditoría administrativa a ésta y otras instancias “dedicadas” a la cultura.

Pero, mientras ¿Qué haremos para que autoridades y medios que operan como voceros y “hermanos” de los funcionarios nos hagan caso?

¿Nos vamos al Periférico a colgar una manta?


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