Lo menos que esperamos
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Lo menos que esperamos
Lo grave, ya lo hemos dicho, de la postulación y consecuente elección de Donald J. Trump como Presidente de los Estados Unidos no es su calidad como político, ni siquiera como ser humano.
Lo verdaderamente decepcionante fue que la mitad de esta nación –cuyos habitantes insisten en denominar América– compró y celebró el discurso de miedo y xenofobia por el que míster Trump apostó como bandera de campaña.
Quizás la señora Clinton no sea más virtuosa que su otrora oponente, la diferencia es que ella no apeló a lo peor de la gente. No explotó la paranoia colectiva ni el sentimiento de frustración de sus connacionales, es decir, no recurrió al populismo. Ergo: perdió.
Y es que como ya le digo, las diferencias entre gringos y mexicanos se podrán medir en poder adquisitivo, pero no en cultura y menos en madurez política. A unos y otros se nos manipula de lo lindo con el petate del muerto y de allí que de éste y de aquel lado del Río Bravo tomemos pésimas decisiones electorales.
Elegir a un candidato u otro será siempre una apuesta que entraña riesgos, pues es difícil conocer la agenda oculta de alguien que de hecho se empeña en mantenerla lejos del escrutinio público y en presentarse como un desinteresado paladín del bien común y las causas justas.
Es imposible saber, de hecho, si el mosquita muerta del joven candidato independiente no nos va a resultar peor que el curtido dinosaurio priísta de quinta generación que no ha hecho más que mamar de la ubre presupuestal durante toda su reptiliana existencia. No lo sabemos.
Pero el discurso, independientemente de qué tan apegado esté a los ideales de quien lo pronuncia, el discurso tiene que ver con nosotros.
Un discurso habla de quienes lo escuchan, más que de sus emisores, porque su propósito es despertar algún aspecto concreto de nuestra personalidad (usualmente aquel que es más fácil de manipular, nuestro lado más cerril, visceral, básico).
A mí me interesa mucho el discurso que actualmente manejan las diferentes facciones de la oposición coahuilense, que hoy se desenvuelve en un inusitado contexto: luego de 12 años de devastador “moreirato” y por primera vez en la historia política del Estado, las condiciones para una posible alternancia están dadas… pero no regaladas.
Se trata de quitarle al PRI el control político y administrativo de Coahuila, sí, pero evitando a la vez que el mismo grupo hegemónico nos deje en el Poder a su relevo disfrazado de oposición o de independiente.
Aquí es donde el discurso de cada contendiente cobra relevancia. No basta como argumento “el cambio”, porque todo se reduciría a no votar por el candidato oficial. Necesitamos un valor agregado a cambio de nuestro voto de confianza.
Yo, por ejemplo, no me conformo con que me ofrezcan una administración fresca, de gente distanciada de los actores políticos de siempre (lo que ya sería mucho, en realidad). Además de lo anterior, exijo persecución a los responsables de la catástrofe estatal y acción penal en contra de todos los nuevos ricos que se hicieron de un patrimonio inexplicable durante estos últimos 11 añitos. Conformarse con menos, créame que es dejar que los delincuentes se salgan con la suya.
De los precandidatos a la Gubernatura coahuilense, sólo dos o tres se atreven a hacer aseveraciones temerarias en este sentido.
Concretamente, al interior del panismo, de sus tres aspirantes, sólo Luis Fernando Salazar criticaba directamente a los hermanos Moreira y su herencia maldita: la megadeuda. Los otros dos optaron por una postura más moderada, por no decir tibia.
El PAN ya tomó su decisión y decidió ir con Anaya Llamas, quien no sólo es una apuesta repetida, sino que su postura contra los perpetradores de la ruina coahuilense es básicamente indiferente.
Sabemos que el discurso no lo es todo, pero es el compromiso mínimo que hace un candidato con sus votantes y si en éste se obvia poner el dedo en la llaga, se evita nombrar a ciertos personajes y no se llama a las cosas por su nombre, ya nos podemos ir haciendo una idea de la pobreza de su voluntad política e intenciones como servidor público.
Lo que nos digan en campaña los contendientes es importante, porque es lo mínimo a lo que se comprometen. Y si el compromiso es con el ejercicio de la justicia y el castigo a la corrupción, es apenas lo mínimo para considerarse de verdad una alternativa de cambio.
De lo contrario, es apostarle al olvido y a esa impunidad con la cual ya transitamos de la costumbre al hartazgo.
De manera que, señores candidatos, aspirantes por todos los partidos y opciones independientes, los escuchamos: ¿a qué se comprometen con relación al régimen que está por concluir?
Sólo recuerden que en su decir se empeña su palabra y la verdadera naturaleza de sus intenciones.
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