Lo ‘ciudadano’: ese nuevo fundamentalismo
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Lo ‘ciudadano’: ese nuevo fundamentalismo
Digámoslo pronto: la democracia, como mecanismo de organización social, se consolida más rápidamente en aquellas sociedades en las cuales los ciudadanos se agrupan, se organizan y actúan colectivamente para acotar el ejercicio del poder público y atajar los impulsos despóticos de los gobernantes.
Por ello, siempre debe saludarse el surgimiento de organizaciones civiles dedicadas al seguimiento de los fenómenos sociales; a visibilizar los rezagos colectivos; a llamar la atención sobre el deterioro del medio ambiente; a promover los derechos humanos; a vigilar la actuación de los funcionarios públicos; o a proteger los procesos democráticos, por citar algunas de las muchas áreas de actividad existentes.
La formación y consolidación de organizaciones civiles serias constituye, sin duda alguna, el antídoto más eficaz en contra de las siempre presentes tentaciones de regresión autoritaria, así como la garantía de adopción, por parte del poder público, de las mejores prácticas en toda materia.
Pero siendo cierto lo afirmado, resulta indispensable enfatizar la palabra clave de la oración anterior: seriedad. La sola reunión de un grupo de individuos vociferantes resulta insuficiente para constituir una agrupación civil seria, es decir, una cuyos dichos y actos sean, ya no digamos útiles en términos sociales, sino al menos dignos de tenerse en cuenta.
Para desgracia colectiva, en Coahuila se ha registrado el fenómeno opuesto. Lejos del necesario concurso de individuos organizados en torno a ideas y propósitos claros, así como armados de metodologías para medir y calificar con objetividad la realidad, en nuestra entidad “lo ciudadano” ha sido convertido en ocasión para la réplica, desde la acera opuesta, de los vicios de nuestra clase política.
El proceso electoral recién superado, durante el cual se renovó la gubernatura estatal, constituye un ejemplo perfecto de cómo “lo ciudadano” puede degradarse hasta convertir dicho concepto en pretexto para la recreación de conductas fundamentalistas cuya característica esencial es la de cualquier otro fundamentalismo: no se requiere pensar para alinear en el contingente, ni para convertirse en un exponente destacado del mismo.
El facilismo discursivo de quienes promueven y defienden esta idea descafeinada de “lo ciudadano” se funda en una sola (y equivocada) idea: basta con pararse del lado correcto de la acera para no requerir argumentos ni evidencia para probar nuestros dichos. Basta con hablar desde el territorio de “lo ciudadano” para, automáticamente, estar en lo cierto y tener la razón.
A partir de esta filosofía, un individuo cualquiera no requiere sino participar en un par de manifestaciones para convertirse en un experto en combate a la corrupción; un millennial pretencioso no necesita sino crear una página web para trasmutar en agudo periodista; un millonario empresario sólo debe pagar los salarios de las personas correctas para convertirse en héroe civil o un semi-analfabeto profesor universitario puede convertirse mágicamente en un analista a quien debe creérsele todo.
No es necesario haber leído nada; no se requiere argumentar con solidez; no hace falta presentar evidencia de las afirmaciones realizadas; vamos, ni siquiera se exige hablar –o escribir– con algo de mínima coherencia, no: basta con hablar desde el territorio de “lo ciudadano” para tener razón y para ser investido de una superioridad moral a toda prueba.
Desde este maniqueísmo trasnochado, según el cual el mundo está dividido en dos, y en el lado luminoso habitan “los ciudadanos” –provistos todos ellos de un aura de infalibilidad, razón por la cual están llamados a ser considerados profetas en este mundo– y en el lado opuesto de la calle se encuentran “los impuros”, los nuevos fundamentalistas que creen ingenuamente contribuir a la construcción de una sociedad verdaderamente democrática.
Justo es decirlo: en este contingente, dominado por la vacuidad intelectual y la frivolidad conceptual, también figuran personas serias capaces de realizar aportes para transformar la realidad colectiva en un espacio de auténtica inclusión social, con oportunidades reales de progreso para todos.
Por desgracia, al menos desde mi experiencia personal, quienes no navegan en el océano de vanalidad de “lo ciudadano” –a la coahuilense– han sucumbido a la idea de considerar una “obligación moral” el apoyar a sus pares frívolos, porque “lo ciudadano” sólo funciona desde la unidad.
De esta forma, los individuos serios son arrastrados –sin mucha oposición de su parte– al peor de los mundos posibles, pues terminan convertidos en aquello contra lo cual dirigieron sus críticas iniciales: el sentido de cuerpo de una clase política, aparentemente plural, pero articulada en torno a los mismos intereses y cuya fortaleza reside en el hecho de discutir acaloradamente en público, pero sólo hasta el límite de no afectar sus intereses comunes.
Y así, una buena idea se convierte en basura y, una vez más, se pierde la oportunidad de empujar las transformaciones requeridas por la sociedad, ávida de auténticos ciudadanos capaces de entender la diferencia entre la estridencia vacua y las ideas transformadoras.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx