Libros libres
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Libros libres
Un tipo le preguntó a su compadre: “¿Qué tal tu nueva novia?”. “Me decepcionó –replicó el otro–. Mi esposa está mucho mejor”. Días después el tipo le dijo: “Tuve trato con la que fue tu novia. Y tienes razón: la comadre está mucho mejor”… Doña Lola, señora de madura edad, se quejaba de sus continuos achaques, ajes y alifafes. Cuando no le dolía una cosa le dolía otra. Decía tristemente: “Todos mis males provienen del alma”. “¿Cómo del alma?” –se extrañaba alguno. “Sí –confirmaba doña Lola–. Del alma-naque”… Bragueto, hombre joven, apuesto y labioso, confiaba en hacer fortuna valido de su atractivo personal. Cortejó –y algo más hizo– a Moneta, muchacha a quien natura le regateó sus dones, pero que era hija de don Pecunio, el propietario más dineroso de la comarca. “Dile a tu padre –le sugirió el ávido galán a la inexperta chica– que quiero pedir tu mano”. Poco tardó Moneta en volver con la contestación: “Dijo mi papá que nones”. Repuso Bragueto de inmediato: “Para convencerlo dile que tú pronto pares”… La noche del pasado jueves puse mi autógrafo en cerca de 200 libros. Ninguno de ellos era mío: sus autores son muchachas y muchachos preparatorianos del Colegio Ignacio Zaragoza, de Saltillo, el invicto y triunfante colegio lasallista de mi niñez. Cada uno de ellos escribió un libro como parte de sus tareas escolares en el Taller de Lectura y Redacción dirigido por la maestra Ana Imelda Retiz Gámez. Los jóvenes escritores escogieron con libertad su tema –el programa se llama “Libros libres”– de modo que se formó una rica colección de novelas breves entre las cuales las había románticas, de terror, policíacas, autobiográficas, de ciencia ficción, de aventuras, etcétera, etcétera y etcétera. Los libros fueron colocados, con otros de pasados años, en una gradería del gimnasio del colegio, en tal modo que formaban con enormes caracteres la palabra “Lee”. Bella labor es la de poner a los chicos y chicas de esa edad en contacto con el mágico mundo de la imaginación, e incitarlos a poner por escrito la riqueza de sus pensamientos y sus sentimientos. Yo, que vivo de las palabras –y para ellas–, me sentí feliz aquella noche, y más al recibir de manos de la talentosa maestra María del Carmen Martínez Neira el reconocimiento como exalumno distinguido del CIZ. Quién me lo iba a decir cuando de niño temblaba en la presencia del señor Paul, el severísimo inspector francés que esgrimía ante nosotros su inmenso dedo índice al tiempo que nos ordenaba: “¡Sietesé, y puto finá!”, lo cual quería decir “Siéntese, y punto final”. Saludé aquella noche en el colegio a su director, el hermano Tarsicio Larios Félix, y a mi querido amigo Genaro Velasco Armenta, pilar de la comunidad lasallista. Gracias por esa noche felicísima que me regaló el generoso plantel donde estuve, donde estuvieron mis hijos y donde ahora están algunos de mis nietos… El doctor Wetnose, ginecólogo, interrogó a su paciente, una chica muy joven. Le preguntó: “¿Eres sexualmente activa?”. “Todavía no, doctor –contestó ella–. Por ahora nada más me pongo”… Don Ultimiano estuvo cerca de la muerte, pero afortunadamente sanó de su enfermedad. En su convalecencia se quejó con su esposa: “¡Qué mala eres! –le dijo con acento de reproche–. Cuando estaba yo muy malo lo único que me ofrecías era una Pepsi-Cola tamaño familiar”. “No era una Pepsi-Cola –le aclaró ella–. Era una imagen de San Martín de Porres”… Un pescador sacó en su red una bellísima sirena. De inmediato la devolvió al mar. Le preguntaron sus compañeros, asombrados: “¿Por qué hiciste eso?”. Explicó el hombre: “No me gusta el pescado. Y tampoco me gusta la leche”. (No le entendí)… FIN.