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Especial

Si algo echo de menos en el confinamiento es el excursionismo literario. Visitar las librerías es uno de mis deportes predilectos. Entrar a una es abrir un catálogo tridimensional de alternativas editoriales, o instalarse en una plataforma interactiva que nos permite encontrarnos con algún título insospechado, como quien descubre una mirada fortuita o una sonrisa inesperada entre la muchedumbre.

Cuando deslizo la mirada por los anaqueles y algún volumen capta mi atención, lo saco de su rigurosa formación para hojearlo, y, al hacerlo, parece que, perfumadas, sus páginas murmuran: “puedo ser tuyo”... Por eso prefiero los libros de librería a los libros de biblioteca pública. Los primeros están dispuestos a compartir una vida conmigo para satisfacer mis deseos intelectuales y carnales. Los segundos ofrecen también placeres,  pero son ocasionales, y en lo literario soy celoso y tirano: me cuesta penetrar las páginas que no poseo.

Pero todo tiene su precio. Entrar y salir de una librería lo tiene. Claro, me refiero al dinero, pero también al costo emocional que significa estar entre tantos volúmenes dispuestos a entregarse por una suma y no poder poseerlos todos.

Hay librerías que no me gusta visitar. Entre ellas se cuentan las que prohíben el sublime acto de hojear. Algunas son además harto contradictorias, que después de recibirnos con un “te esperamos con los libros abiertos”, muestran carteles que rezan “favor de no abrir los libros”. Tampoco aprecio aquellas que niegan el acceso a los pasillos, esperando que uno pida el título en el mostrador. Si alguna vez acudo a esos lugares aberrantes es por mera necesidad.

En las librerías habitan algunas personalidades entrañables y misteriosas. Por ejemplo, los obsesivos que conocen cada título disponible y su localización exacta. Suelen ser simpáticos y sonrientes, orgullosos de saberse dueños de información privilegiada. Pero cuando no encuentran un volumen los he visto sudar, ansiosos, hurgando en los anaqueles, atropellando las palabras por la ausencia del tomo; si hay un compañero, le preguntan en tono de socorro y reclamo, y si esto no da resultado, van a la base informática. ¡El libro existe! ¿Pero dónde existe? Y la angustia se trasluce en su rostro. Buscan de nuevo. Si lo encuentran se les ve aparecer con aparente serenidad, pero el triunfo es rutilante y su rostro lo delata; en cambio, si el intento fue infructuoso, dan alguna explicación verosímil del fenómeno a manera de condolencia.

Cuando observo a los trabajadores de una librería me pregunto cómo soportan saber que no pueden cargar con todos los libros hasta su casa, y no solo eso, sino estar dispuestos a poner en las manos de un extraño el último ejemplar de aquella preciosa edición que probablemente no volverán a ver jamás. Tal vez es difícil encontrar tales temperamentos, y por eso algunas librerías contratan a gente deliberadamente insensible, dispuesta a colocarse frente a la pantalla, consultar el título y decir con ártica frialdad: “no lo tenemos”. Cuando enfrento a uno de esos individuos me voy con la idea de haber tratado con un psicópata.

Dice mi amigo Joel que de una librería no se sale vacío a pesar de no haber adquirido ningún título. Tiene razón. Curiosear entre los anaqueles nos proporciona algún conocimiento. Así aprendí por qué Henry James y William James no van en la misma sección, me percaté de que Julio Verne escribió una novela titulada “Dos años de vacaciones” y descubrí a un autor que cambiaría mi manera de percibir el mundo: Jared Diamond.

Hay librerías que tienen su propia cafetería. Cuando visito alguna, elijo una mesa con vista al mar literario. Desde allí he descubierto algún título que había escapado a mi escrutinio a corta distancia. En ocasiones he considerado llevar algún catalejo o binoculares, pero aún me queda algo de pudor en mis perversiones literarias.

Hace poco publiqué un video bonito de mi biblioteca personal y recibí un comentario: “#EsDeMamador”... Sí, hay percepciones variadas de los bibliófilos. Para algunos somos seres rodeados de algún aura misteriosa y atractiva, para otros resultamos ridículos. Afortunadamente, hay zonas de tolerancia donde dar rienda suelta a nuestras parafilias: las librerías... Pensándolo bien, en la próxima visita cargaré con mis binoculares.