Lengua y Educación

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Lengua y Educación

Escribimos mucho y lo hacemos mal. Nuestro colaborador reflexiona sobre el problema de comunicación escrita que padecen los jóvenes universitarios

La tarea de revisar ensayos, comentarios y otra clase de textos que escriben mis alumnos en la Universidad es frecuente. Cada vez que lo hago me entero de la gran deficiencia lingüística que se ven obligados a arrastrar y a padecer. La mayoría de ellos ignora en qué momento utilizar los signos de puntuación, no saben cuándo acentuar esta o aquella palabra, no tienen idea de cómo expresar sus pensamientos, sus ideas, sus sentimientos con palabras y en discurso más o menos coherente.

En estos días he revisado muchos trabajos de esta índole, y con sorpresa, sigo encontrándome con muchos textos lastrados por una sintaxis muy endeble, una ortografía lastimosa, una arbitraria acentuación y una enorme dificultad para desarrollar un tema que mantenga congruencia a lo largo de dos o tres cuartillas. Esto, cuando se trata de textos originales y no de pastiches extraídos de Internet, lo que no es poco frecuente.

¿Qué y quiénes son los responsables de una formación tan lamentable? Los muchachos no, por supuesto: ellos son las víctimas. ¿Qué se hace en nuestras escuelas preparatorias y secundarias, no sólo en el área de la Lengua sino en muchas otras disciplinas del conocimiento, empezando por la Matemática? Porque el Sistema cacarea hasta la estridencia que estas “asignaturas” constituyen la columna vertebral del currículum en la Educación Básica y “Media Básica”. Entonces, ¿qué sucede?

Seis años en la escuela primaria, tres en la secundaria y dos –o tres- en la preparatoria suman once o doce años. Más de una década. ¿El llamado “Método por Competencias”, que se presentó como la lámpara maravillosa de la que surgiría un genio reparador de toda deficiencia, no dio los resultados esperados o no supo aplicarse en la rasa superficie del aula? Once o doce años, en la vida de cualquier persona, son un mundo de tiempo. Y hablamos de un periodo decisivo: la infancia, la adolescencia y el umbral de la juventud.

En el mare magnum de la educación básica mexicana, ¿qué se hace con esa montaña de horas que deben dedicarse a la enseñanza/aprendizaje de la Lengua? ¿Qué método/s se emplea/n? Porque las reformas educativas no son como las “indulgencias” que el papado vendía a sus ricos devotos para garantizar la Gloria después de la muerte. Así las directrices de esas reformas estén impresas en letras de oro, si no se capacita a los maestros con verdadera y constante eficiencia, jamás se alcanzará “la Gloria” de un resultado al menos aceptable. 

Ahora bien, escribir es un trabajo arduo, tanto como casi todos. No acostumbro leer lo que, una vez escrito, me atrevo a publicar. Sin embargo, ayer lo hice porque suponía que debía leer en voz alta algún párrafo del texto que escribí sobre la obra de Juan Rulfo –“Sueño y Erotismo”-, publicado en este espacio hace unos días. Me abrumó la cantidad de problemas sintácticos que encontré en él. Me pregunté cómo fue posible cometer tales faltas, tales errores. Dediqué una semana a su redacción y unos tres o cuatro días a su revisión: ¿qué fue lo que pasó?

No hablo de la blandura de los argumentos, las analogías o las ideas que se exponen en el artículo de marras. Eso es otro asunto, igualmente importante. Pero aquí me importa sólo señalar el terreno movedizo de la sintaxis, la “selva umbría” de la sintaxis.  

Si tantos desajustes, ronchas y errores encontré en mi propio artículo, me pregunto cómo es que oso “corregir” los textos que mis alumnos me entregan, cómo puedo cometer el crimen pedagógico de pretender enmendar sus planas. Soy, después de todo, tan víctima como ellos de una educación pública mediocre, aunque lastime confesarlo.

Hay que añadir, sin embargo, que esa educación ha venido cayendo en picada como un avión derribado por quién sabe qué enemigo. Y no debemos culpar a la seducción que Digitalia y sus deliciosos paraísos ejercen sobre nosotros, no; debemos culpar a nuestra propia debilidad.

Aunque quizá no venga al caso, pienso ahora en las tentaciones de san Antonio. En su obra, Flaubert ofrece una delirante representación de la lucha que este empeñoso eremita tuvo que sostener ante acechanzas tangibles e incorpóreas, todas seductoras y exquisitas: mujeres voluptuosas y dispuestas, sugestivas abstracciones, alucinaciones fascinantes. Imposible negar la vigencia de esta obra, que en su momento fue un tanto desdeñada. Y cuánto nos dice acerca de este momento, aunque no se trate de una novela de ciencia ficción.

Dejo la escritura de este texto, seguramente informe, para ponerme a la tarea de enmendar mi propia plana: el artículo sobre Rulfo. Abro el documento pensando en los buenos maestros que me sufrieron en la escuela primaria, en la secundaria y después. Cómo querría tenerlos ahora conmigo, Fernando Valero, Juan de Dios Sánchez, Daniel Gómez, Irma Sabina Sepúlveda.