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¿Legítima defensa I?
¿Tiene derecho el titular del Poder Ejecutivo y, para el caso, cualquier otro gobernante, de defenderse y responder las críticas de los medios y la ciudadanía desafecta? ¿En caso de tratarse de legítima defensa, dónde termina ésta y dónde comienza la censura autoritaria? ¿Quién podría arbitrar un enfrentamiento entre quien ejerce el poder y quienes disienten de su ejercicio? ¿El ciudadano que observa el enfrentamiento será una especie de “mano invisible” que separa la paja del trigo (denuesto y argumento), o debiera existir una entidad encargada de hacerlo? ¿Con qué criterios y de quién dependería?
Andrés Manuel López Obrador se apoderó de la agenda mediática sin pagar miles de millones de pesos a los medios de comunicación (el chayote de antaño), aunque respeta ciertos arreglos con unos pocos muy seleccionados. Si bien los periodistas comprometidos con causas populares siguen siendo perseguidos, tampoco sabemos de golpes, amedrentamiento o asesinatos desde el poder, tan al uso en tiempos del viejo PRI. Recuerdo a los desmemoriados que, durante buena parte del siglo XX, criticar al poder equivalía a una sentencia de muerte, a un levantón, a tortura o golpiza de advertencia. Por el contrario, López Obrador controla la agenda mediática con un espectáculo cotidiano en el que cita a los medios para platicar de seis a siete u ocho de la mañana en Palacio Nacional.
En tiempos del PRI monolítico, los medios, los ciudadanos, los líderes de opinión, el mexicano medio, todos conocían bien la consigna: estás con el régimen o te condenas al ostracismo, la “unidad nacional” y el “fraude patriótico” todo lo legitimaban, sí o sí.
Existían unas cuantas voces marginales, aisladas, débiles, casi invisibles, desde la soledad testimonial, acompañada a veces por algunos medios locales semi clandestinos, casi sin recursos y de poco impacto. Se apostaba a mover conciencias, a mover las almas, a construir ciudadanía y a construir una democracia en ámbitos muy localizados.
En esos ayeres no existían las redes sociales, salvo la comunicación boca a boca, el poder político podía controlar la información casi en su totalidad a través de conglomerados mediáticos que pactaban con el poder, a cambio de poder y dinero. Así se construyó una realidad alterna y cuyas secuelas siguen vivitas y coleando.
Si algún medio, algún periodista o columnista franqueaba la línea editorial gubernamental, la censura lo acallaba al instante (billete, clausura, destierro o encierro, hasta donde el tipo aguante). Menudean los casos que, en su momento, sirvieron de ejemplo o escarmiento para los demás. Hubo algunos valientes que resistieron, hoy son parte de nuestra historia.
Con el advenimiento de la democracia electoral, comenzó a liberalizarse el acceso a la información. Los medios de comunicación fueron de repente dueños de una libertad desconocida que pronto aprendieron a aprovechar. Para los políticos también fue un cambio sin precedentes.
Algunos medios, con una óptica perversa, literalmente pusieron de rodillas a los políticos, a la voz de “pagas o te atienes a las consecuencias”. Hubo también políticos que cerraron la llave a los medios críticos, a la voz de “no voy a pagarte para que me pegues”. Pero también hubo medios que actuaron, con una motivación honesta y profesional, que ejercieron una crítica fundada, legítima y fueron perseguidos por la autoridad, así como políticos honestos a los que se difamó y calumnió distorsionando los hechos.
Ahora tenemos las redes sociales que están prácticamente en todas partes y nadie parece poder controlarlas. Ya iremos desentrañando los misteriosos algoritmos y descubriendo quién o quiénes tienen el control, pero ese es otro tema para la próxima semana.
@chuyramirezr
Jesús Ramírez Rangel
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