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Las sandalias de Fischer

Muchos extraños personajes han pisado suelo mexicano. Pocos tan misteriosos, sin embargo, como el padre Agustín Fischer, que desempeñó un papel muy importante en los últimos días del Segundo Imperio. Falta un biógrafo que dé noticia completa de este hombre singular cuya vida fue una aventura continuada.

Agustín Fischer nació en la ciudad alemana de Ludwigsburg el año de 1825. Su religión era el luteranismo. Al paso de los años oyó hablar de los fabulosos yacimientos de oro que se habían descubierto en California, e hizo el viaje a América atraído por la leyenda de aquella riqueza en la que se proponía tener parte.

Estuvo en Texas y en las Californias. Luego, por oscuras razones, fue a Durango. Hasta allá lo llevó su sed de aventuras. En Durango escuchó a un sacerdote predicador cuyos sermones lo impresionaron grandemente. Con él sostuvo apasionados debates sobre religión que culminaron con la conversión al catolicismo de Fischer. No se contentó el apasionado alemán con hacerse católico: además se ordenó sacerdote. Hay quienes dicen que lo hizo por puro cálculo, porque deseaba medrar en un país católico en el cual los miembros del clero tenían sobradas oportunidades para hacer fortuna. Otros, por el contrario, afirman que la conversión de Fischer fue sincera, y que dio muestras siempre de una acendrada fe y de una firme religiosidad.

En Durango ejerció su sacerdocio el padre Fischer bajo el báculo pastoral del obispo Zubiría, que fue quien lo ordenó. Fungió de cura en el Sagrario; estuvo en Parral y en otras poblaciones del norte del país. Luego se trasladó a Taxco. Ahí empezó a darse a conocer por sus grandes dotes de confesor y director espiritual. Hablaba con fluidez el español, el italiano, el francés y el inglés, y así sus servicios fueron requeridos muchas veces cuando se trataba de atender a católicos extranjeros que llegaban al país.

Maximiliano oyó hablar del padre Fischer, y lo mandó llamar para tener cerca a un sacerdote que hablara su misma lengua, el alemán. Al principio el padre Fischer se desempeñó como simple capellán de corte, pero su claro juicio y su talento fueron advertidos por el emperador, y éste lo nombró su secretario particular.

En tal función el padre Fischer se ganó de tal modo la confianza de Maximiliano que fue enviado por él a hacer gestiones en Roma tendientes a firmar el concordato entre la Santa Sede y el Imperio. A su regreso Fischer se convirtió en el poder tras el trono. Maximiliano le consultaba todos sus asuntos, sobre todo cuando le faltó Carlota. Lo que más le agradaba a Maximiliano del padre Fischer era su manga ancha: no reprendía con demasiada severidad sus descarríos amorosos; parecía un hombre de mundo acostumbrado a esos pecadillos. Sin embargo cuando se trataba de asuntos que interesaban al bien de la nación el padre se volvía inflexible, y siempre le recordaba al emperador que “Nobleza obliga”.

El padre Fischer fue uno de los responsables de que Maximiliano perdiera la vida. También él se opuso terminantemente a que el emperador hiciera abdicación de su trono y se marchara a Europa.

-Un Habsburgo no abandona su puesto a la hora del peligro -dijo una y otra vez al atribulado príncipe.

Ese sentido del honor acabó llevando al patíbulo a aquel infortunado soñador.