Las razones de los centralistas

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Las razones de los centralistas

En México no se cuestionan las bondades del federalismo: como sistema de organización de los poderes públicos, evita la concentración del poder en un centro distante e irresponsable, permite la expresión política de las particularidades regionales, asegura una respuesta eficaz a demandas locales y promueve la participación democrática.

Se afirma que si los mexicanos no gozamos con plenitud de los frutos del sistema federal es porque el nuestro ha sido un federalismo incompleto o defectuoso, cuando no ficticio. Mucho de esto es cierto. Sin embargo, puesto que las formas de gobierno deben ser asunto de resultados y no de fe, si se piensa en reformar el sistema federal, conviene discutir qué esperamos de él para determinar las formas en que el diseño institucional asegurará estos objetivos.

Se habla mucho de las raíces históricas del federalismo, como uno de los factores que hacen de éste la opción natural para México. Pero si se trata de construir una máquina que funcione dentro de las complicadas realidades que vive el país, no estaría de más complejizar nuestra visión del federalismo como una experiencia histórica, cuyas virtudes no fueron siempre transparentes. Si absurdo es pensar que los chilangos somos más listos que el resto, y que por eso los hilos del poder político deben amarrarse en la Ciudad de México, igual de desatinado es asumir que los detractores del federalismo fueron hombres faltos de inteligencia y sensibilidad política. Valdría la pena reflexionar sobre sus argumentos. Algo, quizá, nos pueden enseñar.

No debe sorprender que, en un país que perdería la mitad de su territorio en 1848, lo que más preocupaba a los centralistas eran la impotencia del gobierno nacional. Frente al “demasiado poder” y la “desproporcionada desigualdad” de los estados, alegaba Lucas Alamán, éste era “por una parte débil para obrar conforme a la ley, y por otra absoluto para quebrantarla”. Me detendré en un caso provocador, por considerar que pone sobre la mesa los principios que están en juego en un régimen de facultades delegadas a niveles distintos de gobierno y la forma en que los mecanismos de gobierno los convierten —o no— en realidad: el de la expulsión de españoles.

En 1827, en un contexto de crisis y creciente polarización política, 13 estados y el gobierno federal ordenaron que los gachupines fueran echados del territorio. Las legislaturas respondían a un reclamo popular de que se eliminaran a unos supuestos enemigos internos, que seguro eran enemigos de la Independencia, conspiradores y secretamente monarquistas. Quienes se opusieron a la expulsión condenaron a estas leyes como anticonstitucionales, por contravenir el artículo 30 del Acta Constitutiva, que establecía que la nación estaba obligada a “proteger mediante leyes sabias los derechos del hombre y del ciudadano”, sin que importara que éstos pertenecieran a “ciudadanos” o “extranjeros”.

Los promotores de la expulsión replicaron que la protección federal de derechos era inoperante. Afirmaron que el gobierno federal no podía erigirse en “censor general encargado de calificar la malicia, lo perjudicial o lo útil” de la ley que era, por definición, voz del pueblo y expresión de la voluntad general. En 1827, entonces, la construcción que se hizo del esquema federal dio mayor peso a la soberanía estatal que a la de la federación, a la expresión de una hispanofobia popular, cristalizada en ley, que a la protección de derechos de una minoría, sin duda privilegiada e irritante. Debemos esperar más de un sistema de competencias divididas.

Directora del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México